LA TELARAÑA: Las candilejas

viernes, noviembre 18

Las candilejas


La Telaraña en El Mundo.


 De repente, a Google, Facebook, Twitter y a algunos medios digitales, como el New York Times, entre otros de similar envergadura, les ha dado, al fin, por preocuparse de las verdades o mentiras que circulan, casi que de forma indistinguible, por las guías ilustradas de sus infinitas autopistas virtuales, por la proliferación de las teorías conspirativas, los linchamientos mediáticos y las vergonzosas infamias que pueblan el sistema circulatorio (y también nutricio) de sus colmenas líquidas de información y propaganda, de adulteraciones, patrañas, tergiversaciones y bulos sin más proporción ni diseño demostrable que el furor económico de los anunciantes y la insaciable curiosidad suicida, asombrosamente ingenua, de los incautos navegantes. Nosotros mismos. Pero no nos extraña, en absoluto, esta situación límite; la red imita a la vida, cuando no puede sustituirla. Lo intenta muy a menudo.

Es por ello, tal vez, que en las redes sociales no hacemos otra cosa que abrir, aunque sea a base de clics y emoticones, ventanas y más ventanas sin que, por desgracia, mejoren un ápice nuestras indignadas o beatíficas vistas al mundo exterior. En Facebook, por ejemplo, sólo podemos admirar el limitadísimo paisaje de nuestras propias amistades. En Twitter, el de las personas, empresas o troles que decidimos, al parecer de forma voluntaria, seguir. En Google, tres cuartos de lo mismo; su peculiar algoritmo para exploradores de salón (y parche en el ojo) no hace otra cosa que devolvernos la realidad mutilada, hecha trizas, simplificada, por nuestros propios gustos y nuestras explícitas preferencias confesas. ¡Y todo porque en su momento aceptamos, sin ni siquiera ruborizarnos, las magníficas, irrechazables, condiciones del servicio, esa letra menuda, retorcida y sumarial que nunca nos rebajamos a leer!

Así las cosas, es obvio que el mundo que vemos (o creemos ver) a través de Google o las diversas redes y medios sociales, ese mundo tan concreto y, a la vez, difuso, sobre el que nunca dejamos de verter las más audaces críticas y opiniones, ese mundo que, sin duda, querríamos que fuese mejor y, sobre todo, mucho más justo, ese mundo del que, incluso, renegamos cuando nos vienen peor que mal dadas, ese mundo que acabamos convirtiendo en terrible objeto de culto, ese mundo que vemos (o creemos ver), en definitiva, nos dice muchísimo más acerca de nosotros y nuestra limitada forma de vida que de sí mismo, de su composición más o menos flamígera, su espíritu más o menos abstracto o conceptual, su indescifrable, contagiosa, razón de ser. Es lo que tiene, en fin, no poder superar algunas contradicciones dialécticas, acaso insuperables, y ser, al mismo tiempo, espectadores y parte destacada, decisiva, del mórbido espectáculo. Nos pueden, quizá nos vencen, casi siempre nos obnubilan, las candilejas.

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