Las candilejas
La Telaraña en El Mundo.
De repente, a Google, Facebook, Twitter y a algunos medios
digitales, como el New York Times, entre otros de similar envergadura, les ha
dado, al fin, por preocuparse de las verdades o mentiras que circulan, casi que
de forma indistinguible, por las guías ilustradas de sus infinitas autopistas
virtuales, por la proliferación de las teorías conspirativas, los linchamientos
mediáticos y las vergonzosas infamias que pueblan el sistema circulatorio (y también
nutricio) de sus colmenas líquidas de información y propaganda, de
adulteraciones, patrañas, tergiversaciones y bulos sin más proporción ni diseño
demostrable que el furor económico de los anunciantes y la insaciable curiosidad
suicida, asombrosamente ingenua, de los incautos navegantes. Nosotros mismos.
Pero no nos extraña, en absoluto, esta situación límite; la red imita a la
vida, cuando no puede sustituirla. Lo intenta muy a menudo.
Es por ello, tal vez, que en las redes sociales no hacemos
otra cosa que abrir, aunque sea a base de clics y emoticones, ventanas y más
ventanas sin que, por desgracia, mejoren un ápice nuestras indignadas o
beatíficas vistas al mundo exterior. En Facebook, por ejemplo, sólo podemos
admirar el limitadísimo paisaje de nuestras propias amistades. En Twitter, el
de las personas, empresas o troles que
decidimos, al parecer de forma voluntaria, seguir. En Google, tres cuartos de
lo mismo; su peculiar algoritmo para exploradores de salón (y parche en el ojo)
no hace otra cosa que devolvernos la realidad mutilada, hecha trizas, simplificada,
por nuestros propios gustos y nuestras explícitas preferencias confesas. ¡Y
todo porque en su momento aceptamos, sin ni siquiera ruborizarnos, las magníficas,
irrechazables, condiciones del servicio, esa letra menuda, retorcida y sumarial
que nunca nos rebajamos a leer!
Así las cosas, es obvio que el mundo que vemos (o creemos
ver) a través de Google o las diversas redes y medios sociales, ese mundo tan
concreto y, a la vez, difuso, sobre el que nunca dejamos de verter las más
audaces críticas y opiniones, ese mundo que, sin duda, querríamos que fuese mejor
y, sobre todo, mucho más justo, ese mundo del que, incluso, renegamos cuando
nos vienen peor que mal dadas, ese mundo que acabamos convirtiendo en terrible objeto
de culto, ese mundo que vemos (o creemos ver), en definitiva, nos dice
muchísimo más acerca de nosotros y nuestra limitada forma de vida que de sí
mismo, de su composición más o menos flamígera, su espíritu más o menos
abstracto o conceptual, su indescifrable, contagiosa, razón de ser. Es lo que
tiene, en fin, no poder superar algunas contradicciones dialécticas, acaso
insuperables, y ser, al mismo tiempo, espectadores y parte destacada, decisiva,
del mórbido espectáculo. Nos pueden, quizá nos vencen, casi siempre nos
obnubilan, las candilejas.
Etiquetas: Artículos
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