Cada mañana, mientras desayuno, ojeo este mismo diario. He
escrito ojeo y no hojeo, porque en la plataforma digital Orbyt el papel brilla
por su ausencia y no hay otra forma de pasarle las páginas virtuales al
periódico que a golpe figurado de mouse. La cuestión es que, al abrir la
aplicación, siempre me quedo unos segundos meditando si me apetece leer la
edición que el programa me propone por defecto, que es la de Madrid, o si
prefiero, por ejemplo, las de Barcelona, Valencia o, quizá, Ibiza. ¿Por qué no
las de Soria, Burgos, Sevilla o Alicante? ¿País Vasco?
Al final, me decanto por la edición de Mallorca, claro,
porque el programa imita a la realidad (igual que la prensa, por otra parte) y España
es sólo un montón de islas que se convierten en archipiélago las unas gracias a
las otras y todas juntas y revueltas, todas a la vez, parecen, al fin, algo
definido en un mapa que es más una declaración de intenciones, una proyección
burocrática, que un mapa real, un plano auténtico de algún tesoro de valor
incalculable, tal vez la España de arrugas profundas como alforjas repletas de
heridas incurables, que no dejamos de buscar, aunque nos importe un carajo que,
muy posiblemente, ya no exista.
Hay muchísimas cosas que ya no existen, pero que hacemos
como si existieran, porque nos va mucho en la impostura irracional de esa
búsqueda, en ese acto mágico de fe (o de ficción maravillosamente bien urdida)
que no podemos, de ninguna de las maneras, disimular. En efecto, por mucho que
nuestro discurso de cada día parezca buscar la fragmentación y nutrirse,
puntual, pero constantemente, del desorden general en que nos movemos, lo que
nos atrae de veras es la pulsión invencible de lo atávico. Esa perversión,
entre nostálgica y desencantada, del mito del eterno retorno que nos lleva a
creer que alguna vez, en algún lugar, fuimos ya quienes realmente somos. Cuánto
nos gustaría volver, siquiera fugazmente, a serlo.
Luego salgo a las calles y calle Olmos arriba o abajo me
pierdo entre los vecinos, los turistas y los mendigos, con sus dientes de
charol, sin reconocer a casi nadie mientras la ciudad me muestra (o tan sólo me
insinúa) su nombre actual entre las luces de las marquesinas donde se acaba
anunciando todo aquello que se vende. Palma o Palma de Mallorca, según
gobiernen unos o gobiernen otros. PMI leo, sin embargo, en los buscadores de
vuelos, que es el único lugar en que Palma (de Mallorca) es un lugar de partida
o de destino, uno de esos lugares paradisíacos o infernales en los que sólo se
pueden hacer cosas tan importantes como nacer o morirse. Nada menos.
Etiquetas: Artículos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home