Año nuevo, tarea vieja
La Telaraña en El Mundo.
De repente, lo viejo se renueva y nos parece nuevo, tal vez
flamante. Doce campanadas de uvas sin apenas respirar (y Cristina Pedroche, que recibe el año en bañador por todos nosotros)
nos conducen a una especie de alarido general repleto de saltos y abrazos, de
mensajes de WhatsApp y de alguna que otra llamada telefónica. Hay que mirar al
cielo de vez en cuando. Hay que mirar alrededor, también. La catástrofe ha
sucedido en Estambul; y no, no todos los muertos son iguales; los de París, los
de Niza, los de Madrid, Londres, Berlín o Nueva York parecen valer mucho más.
Esta última frase me duele, pero no encuentro demasiados hologramas sobre el
dolor en los muros de Facebook o en las trincheras de Twitter. Yo soy el Club
Reina de Estambul como antes fui Bataclan. Yo soy todas las masacres.
Pero eso no es verdad. O no lo es del todo. Huyo con la
muchedumbre y no me distingo de ella un ápice. Huimos de la pesadilla del fuego
cruzado y los daños colaterales. Nos persiguen, deslumbrantes y cegadoras, las
transparencias del traje del año pasado de Pedroche, mucho mejor que el de este
año. Nos persigue, también, el recuerdo del peligroso cántico de las seductoras
sirenas que tentaron a Ulises o que aterrorizaron
a Cristóbal Colón: esas monstruosas
o terribles beldades ya no cantan o, si lo hacen, tanto da, porque no las
oímos. La cera ha cuajado en nuestros tímpanos y se ha convertido en lava. La
inercia se ha adueñado de nuestras vidas y no hacemos sino huir del remolino
donde nacen todas las tormentas, donde fermenta el poso ácido del tiempo, donde
bulle el lodo primordial del que provenimos y al que acabaremos regresando.
El ciclo renovador dura un año. La tierra da la vuelta
entera al sol y renace. El viaje circular y, a la vez, elíptico nos purifica,
porque volver a empezar (cuando ya no somos los mismos que éramos) no deja de
tener su gracia, su encanto, su deriva metafísica. Cada año se nos ofrece la
oportunidad de reintentar llevar a buen puerto todo aquello que nos propusimos
alguna vez y que, ante la falta de éxito, seguimos proponiéndonos como si
fuéramos inasequibles al desaliento. Tal vez lo seamos y no haya nada mejor que
fracasar una y mil veces para acabar sonriendo a solas: es decir, con los
nuestros, con los más nuestros de entre los nuestros. Con la muchedumbre anónima
que huye, atropelladamente, del terror y que no deja, pese a todo, tras el
ritual de las campanadas, las uvas y las lentejuelas, de encomendarse (acaso
ingenuamente) a un mundo mejor, más culto y libre donde no haya lugar para el
fanatismo o la violencia. Año nuevo, tarea viejísima.
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