Paisaje con móvil y café
La Telaraña en El Mundo.
Desde casa, observo la calle Olmos repleta de gente que sube hacia San Miguel, que baja hasta la Rambla o que desaparece, de refilón, por las ilustres callejuelas laterales, por Misión o San Elías, por ejemplo. Me da que las calles son algo así como ríos con afluentes, ríos más o menos largos, salvajes o peligrosos que nos sirven para viajar de un lugar a otro o a muchos otros. Que el viaje acabe siendo metafóricamente circular no significa que no podamos disfrutarlo: es obligatorio hacerlo.
En algún sitio escribí que Internet es tan grande como la
calle en la que vivo; no es así: la calle es mucho más grande, porque no me
cabe en el móvil que introduzco en el bolsillo con la vana esperanza de que no
suene, de que no me interrumpa, de que me deje a solas con la multitud de mi
calle, la que me saluda o ignora, la que tropieza conmigo y mis circunstancias,
la que sonríe, como también hago yo, a las imprevisibles alegrías de igual
forma que a las recurrentes fatigas. La verdad es que sonreír cuesta poco.
Cuando era niño los coches circulaban por Olmos igual que
por San Miguel o la Plaza Mayor, entre los parterres de flores y la bruma de algunos
tranvías eléctricos que no sé si llegué a ver o si sólo los soñé. Los recuerdos
son una sucesión de imágenes sueltas, pero hace falta un discurso, mejor propio
que ajeno, para ordenarlas. Yo no sé qué sentido tiene escarbar en el pasado (y
no lo digo por mí o estas breves líneas fuera de contexto, sino por los
memorialistas y su voluntad propagandística de revisitar una vez y otra la
historia: la misma historia de siempre) si no es para añadirle matices humanos
al presente y mejorar el futuro que ya casi no tenemos ni esperamos, para no
repetir algunas de las muchas estupideces que hicimos y volveremos a hacer,
para no volver a caer donde ya caímos. Hemos caído muchas veces, quizá
demasiadas.
Pero a lo que iba. Salgo a la cuesta de la calle Olmos y en
el Bar Espanya, antes Can Vinagre, releo este periódico mientras apuro un café
con leche. La realidad global que me ofrece la prensa, con sus diversas
secciones, local, nacional, internacional, etcétera, se mezcla con las
musiquillas y vibraciones que va soltando, incansablemente, mi móvil. Las redes
sociales palpitan en su interior hasta que lo apago y decido que la vida está
en otro sitio. Mientras tanto, observo a la clientela del bar y a Mateo Martorell (y a Toni) con su continuo ir y venir, entre
bromas y veras, de cafés, cervezas o refrescos. Si hay suerte pasará Miquel Julià, cámara en ristre, y me
sacará una buena foto. Ojalá.
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