Puede que George
Orwell dibujara en «1984», su obra más leída y celebrada, el espíritu
totalitario que nos acabará dejando sin más futuro que la sumisión, la
uniformidad y la pobreza racionada. Tiempos de guerra global contra un enemigo
ubicuo y malvado, ilocalizable. Tiempos de totalitarismo policial e información
manipulada por el maniqueísmo cultural de la «neolengua», esa perversión que
retuerce el lenguaje hasta convertirlo en algo desprovisto de sentido. La
verdad no existe más allá de lo que conviene en cada momento al Estado, al
Partido, para movilizar a las masas, para mantenerlas ocupadas, para que
olviden el significado de la vida que nos late muy adentro sólo si somos capaces
de escucharla. Para que nos rindamos al cortejo fúnebre de las tres o cuatro
Grandes Palabras malabares con que la humanidad se deja vencer por la
resignación o el miedo. El Hermano Mayor nos vigila y su mirada es la guadaña
con que la muerte nos decapitará a todos, si la dejamos.
Puede que Aldous
Huxley dibujara en «Un Mundo Feliz», su obra más leída y celebrada, una
sociedad convertida al gregarismo gracias al soma, esa droga de la que, según
se afirma en el libro, «un gramo cura diez sentimientos melancólicos y tiene
todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, sin ninguno de sus efectos
secundarios». Nada menos. La verdad se convierte en algo irrelevante, en una
sucesión de majaderías más o menos extrapolables y risibles. Somos
superficiales, en definitiva, porque no somos capaces de aceptar el dolor ni
tampoco el tremendo sacrificio que siempre conlleva intentar superarse. Somos
triviales, porque preferimos la pose y el cotilleo en las redes sociales que la
exploración, acaso dolorosa, de nuestro interior, esas entrañas abiertas,
desgarradas, donde bailamos solos agarrándonos al vacío como a las raíces comunes,
quizá, de la estirpe humana.
Resulta, pues, que mientras Orwell nos avisa,
contundentemente, del peligro de las dictaduras comunistas o fascistas, Huxley
nos advierte, con idéntica intensidad, de los horrores de la inconsciencia, el
simplismo populista o el miedo a pensar. Entre ambos infiernos deambulamos. O deambulo.
¿A qué negarlo? Por eso escribo sobre los libros que leí en otro tiempo, porque
temo olvidarlos y ya casi no leo libros nuevos. Por eso escribo tuits con los
que critico esa estúpida monomanía de escribir tuits. Por eso maldigo, en mi propio
muro de Facebook, los otros muros de Facebook donde siempre encuentro un selfi
que no recuerdo haberme hecho. Por eso, finalmente, acabo de declinar la amable
invitación de unos buenos amigos a participar en unas tertulias radiofónicas locales:
ya hay demasiados tertulianos en esta distopía, no sé si de Orwell, Huxley o
ambos, en la que sobrevivimos. Pese a todo.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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