El horror que no cesa
Mientras el Real Madrid masacraba a la Juventus en el
esplendor deportivo de la hierba de Cardiff, la guerra de guerrillas, esta
tercera guerra mundial que se resiste a tomar ese nombre porque las palabras
nos dan más miedo, incluso, que la propia guerra, volvía a masacrarnos a todos
en las calles y puentes de Londres, sólo quince días después de haberlo hecho
en Manchester. Tiene razón, pues, Theresa
May, la premier británica, cuando
dice que ya es hora de decir basta. O no, ya no la tiene, porque la razón tiene
mucho que ver con la coyuntura y el don de la oportunidad, con el desarrollo
histórico de los hechos y su análisis; tiene mucho que ver, en definitiva, con
el paso del tiempo y ya hace demasiado tiempo que viene siendo hora de decir
basta. Casi hace ya una eternidad.
En efecto, hace mucho tiempo que las principales ciudades de
Europa y América del Norte (la del Sur me da que tiene otros problemas, quizá
más irresolubles) fueron viendo, sin saber qué hacer para evitarlo, como algunos
de sus barrios se iban convirtiendo en auténticos hervideros de un horror que,
con el pretexto que fuere, porque tanto da si se trata realmente del islamismo
radical, de la indignación política extrema, del cénit de la decrepitud moral de
la especie humana o de algún tipo incurable, en fin, de locura patológica, no sólo
no cesa, el horror, sino que se infecta, enquista y eterniza en la propia
médula del tejido social en que vivimos. O intentamos vivir.
Estamos hablando, pues, de una degradación extrema,
seguramente sistémica, que amenaza con depravar todo el orbe social. Porque no
hay que engañarse, la decrepitud no sólo es cosa de los terroristas. Les hemos
dado demasiadas buenas razones para que prosigan con su inercia asesina. Les
hemos armado y utilizado en miles de guerras coloniales. Les hemos acogido como
mano de obra barata y, a la vez, les hemos despreciado una y mil veces: no
puede haber cóctel más explosivo, cuando se suceden las generaciones, que este
cóctel molotov, que esta bomba de relojería donde siempre pierde la humanidad. Donde
siempre perdemos todos.
Sólo nos falta contemplar después, ahora, sin que nos
extrañemos un ápice, qué ralea de políticos, de gestores de pega, de chamanes
iluminados nos están gobernando. Desde los partidos políticos tradicionales,
lastrados por el descrédito de la corrupción, hasta los nuevos grupos
filocomunistas o ultraconservadores que no se sabe muy bien adónde van, aunque
sí, por supuesto, de dónde vienen. Gentes sin más horizonte social que el
nepotismo y las asambleas marciales. Gentes sin más señas de identidad (descanse
en paz el cervantino Juan Goytisolo)
que su falta de entendederas, su populismo gregario, su devastador ideario
desnortado.
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