Cantos de sirena
La Telaraña en El Mundo.
No sé si la actualidad merece ser tratada como una lamentable
crónica de sucesos en la que no cabe respeto alguno hacia la intimidad y la
vida secreta de las personas o como una tertulia frívola y, a la vez, grosera,
donde se entremezclan, igual que se amontonan, los gritos y poses más
teatrales, los ademanes más gratuitos, las acusaciones a destiempo, las
confesiones de parte, la estúpida retahíla de lugares comunes donde nos
acabamos convirtiendo en grumos del mismo lodo, en miasmas de la misma masa
amorfa en descomposición, no sólo ética o moral, sino también, y como colofón,
física.
Puede, en fin, que dé lo mismo y que ya se encargue el
tiempo de ir revelando a quien sepa ver (y tenga la paciencia, la curiosidad y
el estómago suficientes como para aguantar el espectáculo) el auténtico rostro
interior de los que convierten su existencia en una impostada exhibición de sí
mismos: un bodegón que se descompone a la velocidad minuciosa del vértigo mientras
se va llenando de seres, tal vez chiquititos, minúsculos, pero también fieros, terribles,
monstruosos. Ese sarpullido letal no es ninguna broma.
Es por ello, entre otras cosas, que no todo ha de ser
revolcarse, por ejemplo, con las andanzas flamencas de Puigdemont por mucho que nos divierta o aterre su inconsistente
flequillo, su incrédula sonrisa, su futuro escrito entre los barrotes negros de
una cárcel como entre las barras gualdas y rojas de la bandera que ama o dice
amar. No todo ha de ser, pues, tampoco, alarmarse o enfurecerse más allá de lo justo
y saludable con el persistente y rotundo sectarismo lingüístico que padecemos
en las islas: nos gobiernan un grupito de retóricos de manual sin la sagacidad
necesaria para interpretar la luz premonitoria de un faro en mitad de la tormentosa
bruma, un grupito de ahistoricistas
inconscientes y leves, fútiles, sin más brújula ni astrolabio en sus cartas de
navegación que los pentagramas mordidos de los cantos de las sirenas: el
hermosísimo y aterrador sonido del naufragio, la derrota, el amor estrellándose,
finalmente, contra los malditos arrecifes de la realidad. La demagogia, en
efecto, es el más terrible de los monstruos. ¿O era, en realidad, la peor de
nuestras razonables pesadillas?
Miro alrededor y palpo el mundo como quien palpa un gélido
espejo y sabe que no puede ni quiere escapar de su propia imagen en ese espejo,
en ese mismo espejo que nos rodea y que pensamos es el espejo de los otros: así
es, por supuesto. Nosotros somos los
otros un instante antes y un instante después de estrellarnos contra nosotros
mismos. Duramos esa explosión, ese fulminante parpadeo, ese tiempo que no
podemos medir porque no tenemos fe en el pasado y no creemos, tampoco, en el
futuro. Es cierto, duramos muy poco.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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