La guerra de los mundos
La Telaraña en El Mundo.
Es muy posible que si, en las pantallas de nuestras vidas,
empieza a parpadear en rojo pasión un mensaje alertándonos, urgentemente, de
que los misiles ya están en camino y que, por desgracia, no hay vuelta atrás y
que el cielo, en definitiva, se nos va a caer, se nos está ya cayendo encima,
literalmente, con sus aparatosos carros de fuego y sus asfixiantes nubes
radioactivas, es muy posible, entonces, que no tengamos ni humor ni tampoco
tiempo para otra cosa que poner cara de escépticos a la fuerza y pensar que
todo es mentira, que todo es absolutamente mentira, que algún malware más o menos sofisticado está
haciendo de las suyas en nuestros malditos ordenadores, que alguna broma macabra
se está cerniendo sobre nosotros, que algún H. G. Wells de pacotilla
está repitiendo el simulacro de la guerra de los mundos en este mundo de hoy en
día, en que los alienígenas no es que se hayan escondido en el fondo abisal de
los mares o las tierras sino que parecen haber tomado, definitivamente, el
poder y dedicarse a minar la cordura, la cohesión o la empatía colectivas, a
destruir el ancestral espíritu de superación y supervivencia que, como especie
dominante que somos (todavía) de la vida sobre la tierra, debería
distinguirnos.
Llegados a este punto, sin embargo, no creo que merezca la
pena dejarse llevar por nuestras fobias o filias más o menos personales o,
quizá, ideológicas. Es muy posible que los que creemos que nos gobiernan a
nivel mundial o local, pienso en Trump
como en Armengol, por ejemplo,
manden, en realidad, muy poco, poquísimo, quizá nada, y que sea el propio mundo
el que lleve, como si fuera el ritmo abrasador de alguna danza interior, una
inercia propia, un modo personalísimo de expandirse o contraerse, un movimiento
indescifrable que sólo podemos entrever muy de tanto en cuando, según van
pasando los siglos y nuestras vidas se convierten en otras vidas y la humanidad
juega al escondite consigo mismo y con la historia. Siempre hay un espejo en el
que perderse y un botón equivocado que apretar.
Con todo, lo que ha sucedido en Hawái, además de grave, nos
parece increíblemente extraño, extrañísimo: no se puede -o no debería poderse-
poner en falsa situación de alarma, crisis y terror casi invencibles a toda una
población y dar por zanjado el asunto con la escueta excusa elíptica de que
“alguien apretó el botón equivocado”. Menos mal que el botón que apretó ese
alguien fue el botón equivocado; porque si no hubiera sido así, igual el cielo
se hubiera convertido en un manto sideral de fuego, en una inmensa bandera en
llamas con las estrellas (las del cielo y también las de la bandera
estadounidense) cayendo como mortíferos meteoritos sobre la faz circunspecta y adolorida,
escéptica a la fuerza, de la humanidad entera.
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