Elogio del sexo
La Telaraña en El Mundo.
En «Belle de Jour», de Luis
Buñuel, me enamoré locamente de Catherine
Deneuve de la misma manera que en «Manhattan», de Woody Allen, Mariel
Hemingway, de un lado, y Diane
Keaton, del otro, me rompieron el alma: de muy joven tuve una novia
adolescente (de la que, por cierto, he olvidado su auténtico nombre) a la que
llamaba Mariel o Diane según cómo me sentía, alternativamente, de inocente o inspirado,
de amable o lascivo, de feliz o confuso. Creo que ese cortejo, ese ritual (en
no pocas ocasiones desinteresado, lúdico, experimental) es una de las buenas
costumbres que me alegro de no haber dejado de practicar nunca; incluso en estos
días de reivindicaciones virales en el incendio tumultuario de las redes
sociales, en este aquí y ahora, tan virtual como promiscuo, donde los ejércitos
de robots campan a sus anchas y uno debe medir con lupa las palabras que va
deslizando no se vaya a molestar alguien, no vaya a ponerse en pie de guerra
algún que otro colectivo con los engranajes de la ira desbocados y la
sensibilidad herida o a flor de piel.
Precisamente, Catherine Deneuve acaba de salir a la palestra
pública para defender la libertad sexual y también sus imprescindibles códigos
y rituales frente al puritanismo castrador que se percibe o se intuye, por
desgracia, tras la cascada infernal de denuncias por acoso sexual con fecha de
caducidad incalculable y la contagiosa etiqueta #MeToo.
Siempre tuvo el sexo -y lo sigue teniendo- algo de baile arquetípico
y plegaria mística, sudorosa, algo de conquista de la alteridad y búsqueda obsesiva
de lo desconocido, algo de caza extrema y desesperada al anochecer, algo de
humanidad que se sabe incompleta y perdida, que busca completarse y tomar las
riendas de su auténtico, de su propio destino. Algo de confidencia en voz muy baja
y a media luz y en el lenguaje ancestral de nuestros mayores, algo de violencia
o ternura indescriptibles cuando la violencia y la ternura son, exactamente, la
misma cosa. Algo de filosofía compartida en un abrazo o en una cópula donde la
vida y la muerte se resumen en un temblor incontrolable. En un alarido.
Con todo, no parece que sea este, en absoluto, el mejor de
los momentos para salir a las calles a lanzar piropos, sonrisas y abrazos más o
menos galantes a las mujeres. Y, sin embargo, lo es: es el mejor de los
momentos, porque la gente de carne y hueso, la gente normal y corriente como
nosotros, sigue necesitando, más que nunca, que le sonrían sin morderle, que le
cortejen sin avasallarle, que le abracen sin estrujarle, que le confirmen, en
definitiva, que todos estamos hechos de la misma sustancia que los dioses: el
espacio, el tiempo y el placer, absolutamente humano, de intentar moldearlos (y
moldearnos) a nuestro antojo. Según corresponda.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home