Los hikikomori
Sé de un joven que, fuera de las clases escolares, se pasa
las horas encerrado en su habitación visionando películas manga en versión
original con subtítulos en español, con la esperanza, dice, de aprender el
idioma nipón. Algo ha aprendido, en efecto, pero no todo va a ser el lento
aprendizaje lingüístico de esa cultura tan teatral. Así, cuando los amigos le
requieren, se sumerge en interminables y violentas sesiones de juego online donde lo normal es acabar a
gritos e insultos, bloqueándose los unos a los otros y viceversa para, tras la crispación
general, reiniciar otra interminable sesión de juegos: otro día literalmente
echado a la basura, porque no es comprensible que cuando sólo se tienen
dieciocho años (o quince, veinte o veinticinco, tanto da) uno se aparte del
mundanal ruido y se sumerja en el ruido infernal, este sí, este también, de la
realidad virtual, ese exquisito oxímoron, esa guerra de guerrillas y píxeles
donde uno muere y renace en el acto. O casi. Una vez y otra. Constantemente.
El ejemplo me sirve para ir un poco más allá y acercarme al
fenómeno de los hikikomori, una
epidemia entre la juventud japonesa que, poco a poco, va contagiándose entre nosotros.
En Mallorca ya hay cinco jóvenes siendo tratados, en Proyecto Hombre, de este
síndrome de reclusión y alejamiento, de abandono y dejadez extremas, de locura y
autodestrucción terminales. Duele, en efecto, pensar qué hubiera sido de
nosotros si nos hubiéramos negado, en algún momento, a seguir descubriendo la
vida según la propia vida se nos va, día a día, desvelando. Duele pensar qué
hubiera sido de nosotros si en alguna estación del largo y tortuoso viaje de la
vida hubiéramos decidido bajarnos en marcha y perdernos entre la niebla
artificial de una nube que dice contenerlo todo y que sospechamos, sin embargo,
que está vacía. ¿Tan vacía como nosotros? Es posible, pero eso hay que
descubrirlo según corresponda, a su debido tiempo: quizá nunca.
Pertenezco a una generación que jugó en las calles mucho más
que en casa y que se dejó las monedas del sueldo semanal en los futbolines,
billares y pinballs. Eso fue así, porque no tuvimos más consolas ni videojuegos
que los que fuimos comprando, posteriormente, a nuestros hijos. Así, viéndolos
jugar a ellos, y también jugando con ellos, fuimos aprendiendo a dar los enormes
saltos de Mario por sobre los hongos
de colores y las tuberías verdes de un mundo que fue aumentando de bits,
complejidad y definición como quien envejece: es decir, de forma vertiginosa. Recuerdo
con especial cariño la NES, la Super NES (mi favorita) y también la primera PlayStation;
con las tres me ganaba mi hijo, pero este tipo de derrotas son las que más se
disfrutan, porque acaban dando sentido a la existencia. Son inolvidables.
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