LA TELARAÑA: Los hikikomori

martes, enero 23

Los hikikomori


La Telaraña en El Mundo.




 Sé de un joven que, fuera de las clases escolares, se pasa las horas encerrado en su habitación visionando películas manga en versión original con subtítulos en español, con la esperanza, dice, de aprender el idioma nipón. Algo ha aprendido, en efecto, pero no todo va a ser el lento aprendizaje lingüístico de esa cultura tan teatral. Así, cuando los amigos le requieren, se sumerge en interminables y violentas sesiones de juego online donde lo normal es acabar a gritos e insultos, bloqueándose los unos a los otros y viceversa para, tras la crispación general, reiniciar otra interminable sesión de juegos: otro día literalmente echado a la basura, porque no es comprensible que cuando sólo se tienen dieciocho años (o quince, veinte o veinticinco, tanto da) uno se aparte del mundanal ruido y se sumerja en el ruido infernal, este sí, este también, de la realidad virtual, ese exquisito oxímoron, esa guerra de guerrillas y píxeles donde uno muere y renace en el acto. O casi. Una vez y otra. Constantemente.
 El ejemplo me sirve para ir un poco más allá y acercarme al fenómeno de los hikikomori, una epidemia entre la juventud japonesa que, poco a poco, va contagiándose entre nosotros. En Mallorca ya hay cinco jóvenes siendo tratados, en Proyecto Hombre, de este síndrome de reclusión y alejamiento, de abandono y dejadez extremas, de locura y autodestrucción terminales. Duele, en efecto, pensar qué hubiera sido de nosotros si nos hubiéramos negado, en algún momento, a seguir descubriendo la vida según la propia vida se nos va, día a día, desvelando. Duele pensar qué hubiera sido de nosotros si en alguna estación del largo y tortuoso viaje de la vida hubiéramos decidido bajarnos en marcha y perdernos entre la niebla artificial de una nube que dice contenerlo todo y que sospechamos, sin embargo, que está vacía. ¿Tan vacía como nosotros? Es posible, pero eso hay que descubrirlo según corresponda, a su debido tiempo: quizá nunca.
 Pertenezco a una generación que jugó en las calles mucho más que en casa y que se dejó las monedas del sueldo semanal en los futbolines, billares y pinballs. Eso fue así, porque no tuvimos más consolas ni videojuegos que los que fuimos comprando, posteriormente, a nuestros hijos. Así, viéndolos jugar a ellos, y también jugando con ellos, fuimos aprendiendo a dar los enormes saltos de Mario por sobre los hongos de colores y las tuberías verdes de un mundo que fue aumentando de bits, complejidad y definición como quien envejece: es decir, de forma vertiginosa. Recuerdo con especial cariño la NES, la Super NES (mi favorita) y también la primera PlayStation; con las tres me ganaba mi hijo, pero este tipo de derrotas son las que más se disfrutan, porque acaban dando sentido a la existencia. Son inolvidables.


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