Noche de Reyes
La Telaraña en El Mundo.
En la sala de estar, junto al pequeño árbol navideño y el diminuto
belén de barro y musgo, un niño sueña con la larga lista de regalos que pidió a
los Reyes Magos. Escribió su carta con caligrafía temblorosa y la dirigió a
Melchor, Gaspar y Baltasar, aunque su preferido fuera, desde siempre, este último,
seguramente porque es negro y su sonrisa le parece mucho más grande y también
más sincera que las de Melchor o Gaspar: no sabría muy bien explicar por qué.
Tampoco es necesario, en absoluto.
Afuera (en la calle, en la selva, entre las arenas
movedizas, en el interior angosto y funcionarial de las mazmorras con látigos,
banderas, sogas, argollas y potros de tortura de algunas ideologías) es de
noche, porque siempre es de noche afuera y puede, incluso, que haga frío o que nieve;
puede que llueva o que granice; puede, incluso, que haga un sol resplandeciente
y que, sin embargo, haya gente muy mala embozada en las esquinas: gente que,
según dicen, se come crudos a los niños o se los lleva en un saco enorme a
algún país terrible donde los niños trabajan de por vida como esclavos haciendo
juguetes para otros niños y no pueden jugar con ellos ni tampoco tener sueños,
porque tener sueños que no se pueden cumplir duele mucho, duele muchísimo.
Duele todo.
Pero no hace falta llegar a voltear tanto las cosas. La
realidad es un sitio absolutamente decepcionante si somos lo suficientemente
estúpidos, demagógicos o retóricos como para intentar aprehenderla de golpe o describirla
por completo, con todos sus infinitos matices y también con todas sus
contradicciones, con todos sus espejismos a cuestas y toda su crueldad expuesta,
su monstruosa locura abierta como un inmenso abanico, como un arco iris tendido
de un lado al otro del horizonte. Sólo podemos abarcar la realidad que podemos exactamente
abarcar; sólo esa y ni un ápice más. No deberíamos olvidarlo.
Hoy es día, tarde y noche de reyes y magos desfilando lenta
y solemnemente por las calles, por las selvas, por las arenas movedizas, por
las mazmorras siniestras de los escribas y fariseos que gustan de falsear la
realidad y disfrazarla de cualquier otra cosa más o menos trivial o trágica,
risible: no importa demasiado de qué. Hoy es día, tarde y noche de sueños que
fueron, quizá, infantiles y que, por supuesto, siguen (y deben seguir) siéndolo,
porque no hay ningún motivo racional o lógico que nos obligue a dejar de mirar el
cielo y observar la oscuridad y también la estrella refulgente allá a lo lejos,
quieta en lo más alto, brillando, parpadeando, proclamando, tal vez, el
nacimiento de un niño cualquiera en un portal o pesebre cualquiera, celebrando
que a cada instante nace alguien distinto y que el mundo cambia con él. O puede
cambiar. O cuánto nos gustaría que cambiara.
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