Textos y pretextos
Las luces y las sombras que burbujean en el monitor asemejan
un rumor hipnótico, una especie de imagen líquida y volátil, eventualmente profunda,
donde hasta parece posible introducirse, un laberinto virtual donde, de
hecho, me pierdo mientras las horas se eternizan y una simple frase retoma mil
significados distintos y persigo mis sentidos sin saber, aún, en qué maldito
callejón sin salida descubriré el terrible engaño de la inocencia que nos
obliga a creer siempre en algo, lo que sea, en cualquier cosa, como si la vida
nos fuera en ello. Quizá sea así y la vida sea, tan sólo, lo que nos obligamos
a creer contra viento y marea, contra la gravedad furiosa de las apariencias.
Pero todo puede cambiar -y cambia, cambia muchísimo- el día
en que dejas de creer y ya no crees, entonces, en absolutamente nada; y aunque
ya no crees en la vida te echas a llorar de emoción o alegría –en realidad, no
sabes por qué lloras- cuando compruebas que es posible vivir sin creer en nada,
porque la página en blanco sigue reclamando que la emborrones contra el
silencio o la ira, contra la violencia, contra todo aquello que no sean
palabras pugnando por decir algo, por decir, por ejemplo, no creo en nada, pero
seguiré escribiendo como si creyera, al menos, que alguien me está leyendo en
este momento. Como si alguien pudiera leerme.
La semana pasada publiqué una columna titulada «Elogio del
sexo». Unos días después alguien me pidió amistad en Facebook. Se la concedí,
como suelo hacer siempre: a los cinco minutos el ya nuevo amigo había publicado
un mensaje cubriéndome de insultos (a mí y también a El Mundo) por el contenido
de ese texto. Naturalmente no le dije nada, le revoqué la amistad y me olvidé
del tema. No habían pasado ni ocho horas cuando otra persona me pidió, también,
amistad en Facebook. Se la concedí, como suelo hacer siempre, y a los cinco
minutos de haberlo hecho pude comprobar que había escrito en su muro unas
líneas sumamente elogiosas hacía mí y la columna de marras. No le he dicho
nada. No tengo absolutamente nada que decirle.
De repente, caigo en la cuenta de que llevo un tiempo
indefinido, quizá unos minutos, quizá unas horas o unos días, terriblemente
abstraído frente al monitor en el que palpita una fotografía de “El grito”, de Edvard Munch. No hay palabras en ese
terror: hay un estruendo, un alarido y un aullar de sirenas que me deja sin
palabras; y sin embargo no dejo de escribir -ni de leer- palabras sobre el
terror, sobre el terror de las guerras que ya han sucedido o sucederán, sobre
el terror de saberse solo frente a un grito que es una imagen palpitando en la
pantalla líquida de un monitor en el que ando perdido como si fuera Jack Torrance en un gélido laberinto de
hojas en blanco. Espero que nadie venga a rescatarme.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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