LA TELARAÑA: Textos y pretextos

viernes, enero 19

Textos y pretextos


La Telaraña en El Mundo.



 Las luces y las sombras que burbujean en el monitor asemejan un rumor hipnótico, una especie de imagen líquida y volátil, eventualmente profunda, donde hasta parece posible introducirse, un laberinto virtual donde, de hecho, me pierdo mientras las horas se eternizan y una simple frase retoma mil significados distintos y persigo mis sentidos sin saber, aún, en qué maldito callejón sin salida descubriré el terrible engaño de la inocencia que nos obliga a creer siempre en algo, lo que sea, en cualquier cosa, como si la vida nos fuera en ello. Quizá sea así y la vida sea, tan sólo, lo que nos obligamos a creer contra viento y marea, contra la gravedad furiosa de las apariencias.
 Pero todo puede cambiar -y cambia, cambia muchísimo- el día en que dejas de creer y ya no crees, entonces, en absolutamente nada; y aunque ya no crees en la vida te echas a llorar de emoción o alegría –en realidad, no sabes por qué lloras- cuando compruebas que es posible vivir sin creer en nada, porque la página en blanco sigue reclamando que la emborrones contra el silencio o la ira, contra la violencia, contra todo aquello que no sean palabras pugnando por decir algo, por decir, por ejemplo, no creo en nada, pero seguiré escribiendo como si creyera, al menos, que alguien me está leyendo en este momento. Como si alguien pudiera leerme.
 La semana pasada publiqué una columna titulada «Elogio del sexo». Unos días después alguien me pidió amistad en Facebook. Se la concedí, como suelo hacer siempre: a los cinco minutos el ya nuevo amigo había publicado un mensaje cubriéndome de insultos (a mí y también a El Mundo) por el contenido de ese texto. Naturalmente no le dije nada, le revoqué la amistad y me olvidé del tema. No habían pasado ni ocho horas cuando otra persona me pidió, también, amistad en Facebook. Se la concedí, como suelo hacer siempre, y a los cinco minutos de haberlo hecho pude comprobar que había escrito en su muro unas líneas sumamente elogiosas hacía mí y la columna de marras. No le he dicho nada. No tengo absolutamente nada que decirle.
 De repente, caigo en la cuenta de que llevo un tiempo indefinido, quizá unos minutos, quizá unas horas o unos días, terriblemente abstraído frente al monitor en el que palpita una fotografía de “El grito”, de Edvard Munch. No hay palabras en ese terror: hay un estruendo, un alarido y un aullar de sirenas que me deja sin palabras; y sin embargo no dejo de escribir -ni de leer- palabras sobre el terror, sobre el terror de las guerras que ya han sucedido o sucederán, sobre el terror de saberse solo frente a un grito que es una imagen palpitando en la pantalla líquida de un monitor en el que ando perdido como si fuera Jack Torrance en un gélido laberinto de hojas en blanco. Espero que nadie venga a rescatarme.


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