El sol se puso en Flandes
La Telaraña en El Mundo.
Abrí los ojos mientras en la pantalla iluminada del
televisor los principales candidatos a las elecciones autonómicas del 21D (a
excepción de los encarcelados o de jarana marcial y propagandística por
Bruselas) se descalificaban, sucesiva y alternativamente, los unos a los otros.
Todos a la vez. Todos a una. No sé de qué realidad hablan, pensé, mientras los
párpados se me volvían como de plomo y los acababa dejando caer buscando el
refugio de la oscuridad. Pasaron diez o quince minutos. Pasó, tal vez, media
hora, y seguía escuchándolos, a los candidatos, cada vez desde más y más lejos.
La manipulación contable y política se entremezclaba con la manipulación
sentimental y, mientras tanto, el país (y tanto da si hablamos de España o Cataluña)
se volvía muy grande o muy diminuto, explotaba en millones de pedazos o hacía todo
lo contrario: lo acababa ocupando todo y el sol, entonces, no se ponía jamás en
sus dominios; salvo en Flandes, donde los sueños. Precisamente ahí.
Cerca de Grand-Place y el Manneken Pis, en Bruselas, me
había perdido al salir de unos grandes almacenes y, preguntando a la gente con
un plano indescifrable de la ciudad entre las manos, una señora de mediana edad,
finalmente, me invitó a subir a su lujosa limusina para llevarme hasta el
albergue estudiantil en el que me alojaba con mis compañeros del colegio San
Francisco en viaje de estudios de 4º de Bachillerato. Yo debía tener unos
catorce años y, visto el asunto desde tanto tiempo atrás, toda la suerte del
mundo a mi favor, porque aquella buena señora, muy elegante, bien vestida y
educada, podría haber resultado ser, por ejemplo, una independentista de tomo y
lomo, una nacionalista feroz o algo incluso peor y haberme hecho pues qué sé yo
y, sin embargo, me condujo -recuerdo que estuvimos hablando sobre Mallorca en
francés: todo el mundo conoce Mallorca en Flandes- sano y salvo, felicísimo,
hasta donde, con toda probabilidad, no hubiera sabido llegar sin su generosa
ayuda.
¿Hice bien, me pregunto ahora, subiéndome a ese automóvil
con un chofer trajeado y una perfecta desconocida envuelta en sonrisas y pieles?
Pues no sé yo, pero creo que sí, aunque es muy posible que no le recomendara a
ningún niño de mi edad de entonces que se subiera, ahora, a una limusina
desconocida en busca de algún lugar imposible de encontrar en el mapa arrugado
de la existencia. Hay que ver cómo pasa el tiempo y cómo acabamos olvidando
nombres, rostros y también situaciones de peso, pero no, en cambio, algunas
anécdotas aparentemente insignificantes. Será que sospechamos que son, precisamente,
las que nos han conducido, paso a paso, curva a curva, hasta el momento
presente. No es nada fácil llegar a donde uno ha llegado, incluso si uno no ha
llegado a ninguna parte.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home