Los mercadillos
La Telaraña en El Mundo.
Una de las cosas que nunca he dejado de hacer es asenderear
mercadillos, visitar bazares, auscultar tenderetes de antigüedades, que muy
pocos distinguen si son antiguas o sólo viejas, libros de segunda o tercera
mano que, sin embargo, nadie ha leído ni leerá nunca, vinilos dolorosamente rayados
y, acaso, inservibles, pero con carátulas magistrales o memorables, ropa vieja
y también usada o de stock, de saldo, prendas que nadie ha vuelto a vestir desde
que un día aciago, quizá remoto en el tiempo, su dueño se cansara de ellas o
las olvidara en algún arcón de madera carcomida, porque casi todo se acaba
olvidando en esta vida, hasta que la vida misma nos olvida, finalmente, a
nosotros.
Sin embargo, estoy seguro de que las cosas, los objetos más
o menos personales, que nos van sobreviviendo por los motivos que fueren, nunca
pierden nuestro recuerdo y, con él, la esperanza de que un nuevo dueño, uno
cualquiera, alguien capaz de valorarlos como se merecen, los devuelva, siquiera
sea por un instante, a la vida. ¿Por qué no habría de ser así, si así la vida
de todos gana en continuidad, en belleza, en armonía, en humanidad, en perseverancia?
Supongo que es por eso, tal vez, que me asombran desde
siempre esas raídas alfombrillas extendidas en el suelo donde se amontonan
infinidad de objetos viejos, pero quizá no obsoletos, esas auténticas montañas
de objetos revueltos y presuntamente inútiles en los que lo único relevante, en
principio, es el paso marcial y caótico del tiempo, las arrugas, las grietas,
la carcoma, la polilla, el polvo, la brisa mezquina y acerada, como una
cuchilla con dientes de sierra careados, que lo va deteriorando todo hasta
convertirlo, sin embargo, en algo distinto, renacido, venerable. Es así, aunque
no pueda ni quiera demostrarlo, que lo que teníamos por estéril viene, al cabo,
a resucitar y hasta a recobrar, incluso aumentado, el valor que antaño tuviera
y que había, desgraciadamente, perdido; y es entonces que le brota un aura de solemnidad,
una orgullosa pátina de autoestima.
El otro día, por ejemplo, me compré en una tienda de Caritas
en Palma unos Levi's 501 tan
americanos como los “Livais” (así los pronuncian en inglés y en spanglish) que
compré, hace unas semanas, en Nueva York («Made in Mexico», dicen las etiquetas
de todos ellos) pero estos últimos me costaron, al cambio, unos cuarenta euros
y los del bazar palmesano tan sólo cinco y sin tener, faltaría más, que viajar
hasta la última esquina del fin del mundo. Las cosas tienen, por lo tanto, un
valor fluctuante, porque la oferta le debe mucho al azar y la demanda se lo
debe casi todo a la necesidad; y todos sabemos, por propia experiencia, me
temo, que el azar y la necesidad nunca se han llevado demasiado bien. Todo lo
contrario.
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