Puigdemont sin Tierra
La Telaraña en El Mundo.
Cuando tienes el valor, la insolencia o el cinismo suicidas de
declarar la independencia del territorio que gobiernas y hasta te permites el increíble
lujo asiático de hacerlo pasar, más o menos, como una nueva, formidable y hasta
democrática república sobrevenida de la nada, no es, en absoluto, lógico ni
coherente, no es nada razonable que, a la mañana siguiente, salgas huyendo por
peteneras acompañado de tu corte personal de iluminados buscando, quizá, que el
sol no se te ponga en Flandes como ya se te ha puesto en Cataluña y, por lo
tanto, en España, en Europa, en, prácticamente, el mundo entero.
En efecto, la larga, larguísima noche europea no hizo, ese
día alocado y enloquecido de la fuga, de la huida hacia cualquier parte, otra
cosa, sino que empezar para Puigdemont, convertido, por voluntad propia, en un
frívolo y modernísimo Juan sin Tierra. ¿Cuál es la herencia que, al parecer, te
negaron, Puigdemont? ¿Qué autoridad moral, qué galones de mando puedes
mostrarnos que no provengan de la manipulación ideológica, de la explotación
intensiva de las redes clientelares, del sectarismo instaurado en el poder de
Cataluña desde hace décadas?
Sea como fuere, cuando más necesitaba Puigdemont la ayuda
providencial de los astros, su alquimia infalible, su conjunción más afortunada,
más le fallaron las coordenadas celestes y le engañó, entonces, la pulsión
geográfica; y por ello, quizá, ha sido apresado en el peor de los lugares, en
la imperial, bárbara y ceremoniosa Alemania, cuando cruzaba algunas de las
tierras más frías sobre la tierra, desde la lejana Finlandia hacia el hogar
impostado en Waterloo. La historia de Europa está repleta de grandes derrotas,
de desahucios monstruosos, de saqueos terribles, de lóbregas mazmorras donde
sólo brilla la luz cuando te sacan y, para entonces, ya eres un auténtico cadáver,
aunque no te hayas dado ni cuenta.
Naturalmente la noticia de la detención de Puigdemont es una
excelente, una magnífica noticia. Lo es para la casi imposible estabilidad
política de Europa y para la casi inverosímil entelequia esta (en la que, a
veces, creemos y, a veces, descreemos) de la unidad de España. Lo es, a fin de
cuentas, porque no parece de recibo ni que convenga a nadie que ande suelto (y
de atar) el presidente ficticio de un país ficticio sin que las instituciones
que deben o debieran de velar por la salud de la opinión pública de los
ciudadanos europeos -es decir, de todos nosotros- acaben poniendo el grito en
el cielo y al inefable Puigdemont, al fin, en un sólido y distinguido estrado
con jueces y abogados, con togas y birretes, con Biblias, con Códices, con toda
la seriedad formal del universo reinando en paz y armonía entre los hombres y
las mujeres de buena voluntad. O así.
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