La imaginación al poder
La Telaraña en El Mundo.
De vez en cuando dejo de lado la actualidad de todos y me
quedo observando, prendado, prendido, la mía propia. La que acontece cuando me
pongo, por ejemplo, una bata blanca y, con el culo al aire, voy recorriendo
pasillos (aquí no parece que haya moscas ni hongos voraces como en otros
hospitales de las islas) en busca del cirujano, el bisturí y las gasas, el
líquido desinfectante, la luz estéril y taciturna, la enfermera, en fin, que
habrá de llevarme del brazo hasta más allá de mí mismo, que es lo que siempre
he buscado y sólo he hallado alguna que otra vez, algunos instantes afortunados
que ahora refulgen y luego se apagan y desaparecen, que ahora te envuelven de
calor o frío absolutos y te dejan, después, a merced de una extraña
tranquilidad que dura tan poco que no hay forma de detenerse y pensar en ella:
relamerse con su aura, las filigranas de su melodía, el vaivén de sus caderas. En
efecto, no hay forma de recordarla por completo y así no podemos dejar de
imaginárnosla una vez y otra hasta que la fatiga o el desencanto nos vencen,
nos agotan, quizá nos sepultan.
Pero ahora no sé si la actualidad de todos es distinta de la
mía. Todos paseamos alguna vez semidesnudos por los corredores sin fin de los
hospitales igual que nos paramos en un bar y en la pantalla de los televisores
suena el himno español mientras De Gea
se traga todos los balones del Mundial como si fuera un faquir tragando sables
de fuego y Rubiales sonríe desde el mullido
palco de autoridades sin entender que no se puede manipular, pase lo que pase,
la realidad sin que la realidad se te revuelva, sin que te repita, sin que una
sombra tuya te susurre cada noche, pero hombre, por qué coño echaste a Lopetegui, alma de cántaro.
De vez en cuando la actualidad me deja de lado y suele
costarme, entonces, un rato largo no ser el protagonista de todas las portadas
del universo. No obstante, me consuelo con las ventajas de la invisibilidad,
con la certeza de poder hacer lo que me venga en gana porque nadie me vigila:
nadie salvo Google, Facebook o todas las aplicaciones de mi teléfono, que me
tienen geolocalizado ahí en mitad de ninguna parte con unas coordenadas espaciales
que son las mías, en efecto, y una dirección IP que también es la mía: en ello
pienso mientras atravieso corriendo todos los pasillos calcinados del cielo y
del infierno y mis coordenadas son siempre otras y mi IP dinámica acaba escondida
en uno de esos proxys que te prometen
el anonimato y te convierten en una presa fácil, en un títere de los cazadores
anónimos de datos personales, de los proveedores y manipuladores, pues, de una
actualidad que no es la suya y que, hagan lo que hagan, nunca lo será del todo.
En efecto, mientras sigamos siendo capaces, al menos, de imaginárnosla, no nos
la podrán quitar.
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