1137 pases
La Telaraña en El Mundo.
Con el paso del tiempo vamos cambiando de sueños casi tanto
como de pesadillas. Así, cada año, cada lustro, cada década -cada día de
nuestras vidas- nuestros sueños se perfilan de un modo distinto y nos plantan
cara con un empeño, un entusiasmo o una urgencia nueva, inacabada, temporal:
sublime. Hay días y noches en que soñamos lo que sea que tengamos por costumbre
soñar -soñar y vivir son asuntos muy personales- y nos despertamos asustados,
sudorosos, agotados: esos sueños, entonces, ya no nos pertenecen porque los
hemos agotado sin llegar a consumarlos o porque nunca los merecimos del todo:
no es fácil, en efecto, estar a la altura de los propios sueños. Los sueños verdaderos
son muy puñeteros y a la mínima que les damos la espalda se difuminan y hacen
como si desparecieran y no hay forma, luego, de distinguirlos de tantos otros
sueños como nos rondan tan sólo para confundirnos, alejarnos de nosotros mismos
y convertirnos en otros, someternos a los deseos ajenos, convertirnos en
esclavos más o menos dóciles de la gran mentira institucionalizada en que
vivimos.
Con las pesadillas pasa algo parecido, pero peor. La peor
pesadilla es siempre la última. Llevábamos años, lustros, décadas, pensando que
nunca iríamos más allá de la maldición de cuartos y nos habíamos acostumbrado a
reencarnarnos, cada noche y cada cuatro años, en Julio Cardeñosa, por ejemplo. O en Luis Enrique. Avanzábamos despacio con el balón hacia la portería
de Brasil mientras el defensa Amaral
crecía de tamaño y la portería menguaba y las piernas se nos hundían en el
fango y el tiempo andaba lento y como detenido y Tassotti, entonces, soltaba el codo y la nariz nos estallaba y
llorábamos sin consuelo por las costuras del alma pidiendo penalti, pidiendo
justicia, pidiendo cualquier cosa, pidiendo despertar, por ejemplo, a un VAR
que todavía no existía.
Luego vino el gol de Iniesta
y ese paréntesis de varios años en que no tuvimos pesadillas, pero tampoco
sueños, porque siempre se nos aparecía Casillas
despejando el balón que un desquiciado Robben
le enviaba una vez y otra, sin éxito. Y así hasta ahora. El domingo pasado España
realizó 1137 pases ante Rusia. Creo que nunca me había aburrido tanto con un
partido de esta índole. Creo que nunca había deseado tanto que el partido
tocara a su fin, que alguien echara a los jugadores del campo y les gritara,
atronador, que el objetivo del fútbol es enviar un pase al fondo de la portería
contraria, un pase a las espaldas del portero, a ese lugar indefinido donde el
mundo es una tela de araña que tiembla y una multitud que salta, grita, vibra,
una multitud que ahora deberá volver a sus pesadillas más antiguas, a Cardeñosa
o Luis Enrique, porque la historia es circular y siempre se acaba volviendo al
principio. Al origen.
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