LA TELARAÑA: La convivencia

viernes, octubre 5

La convivencia


La Telaraña en El Mundo.





 Cuando un grupo significativo de personas decide, no importa mucho por qué, porque siempre es por algún tema heredado, vivir juntas (agitadas, pero no revueltas, como debe ser) en un mismo territorio, lo primordial es alcanzar entre todos una forma de convivencia que merezca la pena defender y, sobre todo, tomarse muy en serio. A la postre, somos como vivimos y nos convendría muy mucho, desde luego, vivir tal y como desearíamos vivir: exactamente y no de otro modo. Hay un enemigo que es también el único aliado formidable de la vida al que, para bien o para mal, siempre hay que hacer caso: el deseo.
 Andamos solos y casi que iluminados o perdidos, sin embargo. O de dos en dos y detrás la prole, hipócrita y semejante, locuaz y tumultuosa. Prescindimos, mientras tanto, de toda la engorrosa parafernalia conceptual y administrativa al uso y al abuso y decidimos que no vale la pena perder los nervios por conceptos tan discutibles y rancios como nación o estado, región, provincia o, quizá, disparate; quiero decir, comunidad autónoma. Que sólo nos interesa, en fin, la convivencia: el ir y venir de las opiniones, el correr satisfecho de las necesidades, el instante final -esa continuidad que jamás se detiene- de la paz con uno mismo y así con todos. No es nada fácil, en efecto, instalarse en las atalayas solitarias del pensamiento cuando lo que nos hierve es la savia febril del mundo y la carne, del demonio y las laboriosas hormigas obreras (que somos) intentando construir el mundo con las manos (quizá escribiendo o a martillazos, qué ilusos) sin morir en el intento. Con la muerte no solemos contar, es cierto, y ese fallo imperdonable nos descuenta luego casi todo lo que creímos haber logrado. Nada nuevo bajo el sol.
 Pero aún y así se suceden los días y hasta las ciudades (esa penúltima simplificación de la convivencia a la que tanto valor solemos conceder, al menos sentimentalmente) se nos acaban deshaciendo entre las arrugas de la palma de la mano y sólo nos quedan, si acaso, algunos barrios telúricos sin destruir y un par excelso de calles que asendereamos como si fueran el universo entero y la vida consistiera en recorrerlas hasta la extenuación, hasta el aburrimiento, hasta la sonrisa o el éxtasis, hasta el orgasmo.
 Luego, al salir del espejo, nos enfrentamos a la otra realidad. La de bastantes colegios públicos en Mallorca: nuestros hijos enarbolando banderas separatistas y pancartas, nuestros hijos convertidos en militantes inconscientes del odio y el revanchismo ajenos, en víctimas inocentes de la manipulación ideológica, del racismo y la captación lingüística, de toda la escoria conceptual, en resumen, que no cabe de ninguna manera en esa convivencia ejemplar de la que iba esta columna y sigue yendo.



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