Una visita al infierno
La Telaraña en El Mundo.
Cada tres meses acompaño a un amigo hasta las oficinas del INEM -en realidad, aquí son las del SOIB- para que le sellen la tarjeta de demanda de empleo. No lo hago porque sienta predilección alguna por los lugares tétricos o morbosos, sino, simplemente, por amistad y por darme, ya que estoy, un agradable y tranquilo paseo urbano, aunque al final nos aguarde el aire inmóvil, entre perplejo y resignado, expectante y escéptico, de esa oficina del infierno. Y sin embargo, el lugar es tan frío y aséptico, tan lívido y espectral, que casi podría valernos para realizarle la autopsia a un cadáver, el de la realidad, por ejemplo.
Mi amigo lleva ya una década esperando la primera oferta de trabajo. No es demasiado tiempo, le suelo decir cada tres meses, sabiendo que a él le duele tanto visitar ese corredor abarrotado de espejismos como a mí instalarme en la consulta de un dentista que, además, fuera filólogo y tuviera algo que ver con el brutal recrudecimiento, aprobado el viernes por Antich, de la normalización lingüística, esa dentadura de lobo, hiena o tiburón hambriento al que sólo le falta, de seguro, una muela, la del juicio.
Con todo, la nueva e interminable sarta de agravios se queda en nada frente al perpetuo peregrinaje de mi amigo. Creo que, si todo sigue así, dentro de otra década, él se jubilará y yo empezaré a añorar esos viajes lentos y desengañados al centro mismo del fracaso.
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