Ya sé que vivimos
en época de tertulias -donde los tertulianos se despellejan, pero sin problemas,
porque todos comen la misma dieta y, además, de la misma mano- o que, asimismo,
la gente se reúne por mor de cualquier pretexto, a cada cual más exótico o irrelevante.
La lista podría ser larga, pero intentaré acortarla.
Un importante
partido de fútbol, por ejemplo, una solemne lectura de poemas en homenaje del penúltimo
vate fallecido -al que en vida nadie hizo ni puto caso, claro-, el capítulo
definitivo -o sea, el siete mil trescientos cincuenta- de alguna serie norteamericana
de culto o la llegada de José Ramón
Bauzá, no a la luna y por cuenta de la NASA, sino a Manacor, Bunyola,
Selva, Llorito o Petra y con las cacerolas de la OCB. Todos esos encuentros tradicionales
puedo entenderlos. Pero hay otros que no.
No alcanzo a
entender qué política es esa de impulsar que una víctima -en primer o segundo
grado- se encuentre con su asesino en serie o su secuestrador del alma. Hoy no
me siento muy eufemístico, pero si existiera quien me hubiera hecho auténtico daño
-que no lo hay, o no lo recuerdo- y me propusieran reunirme con él, o ella, les
aseguro que saldría corriendo. Hay torturas que sólo cura el olvido. Y revivirlas
es de locos.
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