Puede que sea arte convocarnos a pisotear las fotografías de
1780 personas con los ojos cerrados, la faz dolida o el rictus constreñido. Y
que lo sea existencialista, minimalista y hasta conceptual. ¿Por qué no? Para
eso están los adjetivos, para ubicarnos en alguna parte y desde ahí ir
perfilando, a tientas, las coordenadas que no sólo habrán de sostenernos en un
instante determinado, sino durante toda la vida.
La coordinadora del proyecto, Neus Cortés, nos cita los bustos distorsionados de Franz Xaver Messerschmidt, un escultor
alemán del XVIII, como primer referente de la obra. Vale. Nos gustan estas
ilaciones porque, aun siendo exageradas, nos recuerdan que hay algo común entre
la piedra y la luz. Entre la pesadilla en mitad de un sueño y la vigilia
permanente, y así enloquecida, del insomne.
Con todo, hay algo seguro. Las redes sociales ya llevan días
animando al personal adicto a acudir a La Lonja para pisotear y ensuciar, lo máximo
que puedan, el rostro contrito de Bauzá.
Y yo deseo que lo hagan, porque ese, y no otro, es el guión exacto del juego,
la trampa simbólica que la intervención de Bernardí
Roig persigue, más allá de cualquier otro pretexto. ¡Dejar que campen y se
expresen a sus anchas las egocéntricas fobias y filias de unos y otros! Eso es
todo un lujo en los tiempos que corren.
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