Repaso mis
papeles y observo que no le he dedicado ni una palabra a la Eurocopa. Ya es
raro, me digo, o no, porque hay asuntos que merecen ser tratados con lejanía,
desapego y serenidad. Como si fueran el recuerdo inmejorable de lo que ni
soñábamos vivir. Pero los días pasan y nos queda el eco de una alegría
contagiosa y sencilla y, quizá por ello, muy difícil de explicar.
De la alegría
sabemos poco. Sabemos que su himno oficial -el de Beethoven, claro- es, se mire como se mire, mucho más solemne y
enfático que alegre. Será que la alegría es sólo una explosión y que es mucho
más tarde, ahora, por ejemplo, cuando uno ya puede sonreír abiertamente y
decirse qué bueno que fue aquello. Sonreír y mirar alrededor y ver lo mismo de
siempre sabiendo que cada cosa ocupa su tiempo y lugar y que, sólo aceptando
esa premisa, podremos ser ecuánimes. O casi.
Mientras tanto,
los nacionalistas excluyentes ya están echándole bilis a una victoria que es de
todos. Incluso de ellos, si la quisieran. Pero no la quieren. Es una pena
despreciar el valor terapéutico de una alegría cualquiera, por muy trivial que
nos parezca. Es tan absurdo como negarse a ser felices, siquiera un instante,
mientras dura la tormenta y, más aún, la vida entera.
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