El viernes anduve
por la lonja de los pescadores. Se celebraba San Pedro y los barcos deambulaban
engalanados. Al atardecer, sacaron a pasear una modestísima talla del santo y
yo me quedé, durante un tiempo indefinido, contemplando el paisaje de los
mástiles -como si las infinitas lanzas de Velázquez-,
con la Catedral al fondo y el mar en la piel y la retina, en el alma de quien
se sabe fuera de lugar, pero arropado. Todo un misterio.
Luego las sardinas
crepitaron al fuego y la gente sació su hambre o sus ganas de compartir cualquier
cosa, lo que hubiera. Estos festejos apenas hacen ruido ni atraen a los
políticos -no a vi ninguno-, pero sirven para comprobar que sólo con unos peces
y algo de pan, vino o agua, se puede sobrevivir al desmayo y escapar de la asfixia
de las redes que, tan a menudo, nos atrapan.
Esos muelles de
sudor, sal y piedra me recordaron la reunión de Bauzá con un intermediario holandés y sus planes millonarios. Vale
que vivamos según la usura de un mercado que ignoramos cómo funciona. Que nos
zarandee el azar o el capricho de unas agencias calificadoras que no nos han
sido presentadas. Vale que toque remodelar los muelles de Palma. Pero que quien
lo haga entienda qué tipo de fe sostiene los mástiles, los barcos y los cientos
de familias que aún viven caminando (sic) sobre las aguas.
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