No parece posible que el magnífico mirador sobre la bahía de
Es Baluard estuviera el pasado domingo -y quizá no sólo ese día, sino todos los
que no tengo la peregrina idea de visitarlo- absolutamente a oscuras a esa hora
en que cae la noche y las formas se volatizan y el reloj casi marca las diez y
el Bou de Calatrava se recorta, etéreo,
sobre las terrazas incorpóreas de ese museo, también invisible.
Pero así estaba el patio, ya digo, y no hay nada peor que
advertirle a mi compañera del peligro de unos escalones que ni podían
adivinarse para, en ese mismo instante, dar con todos mis huesos sobre el marés
agrietado y áspero, hostil.
Ya pueden imaginarme, pues, sentado en el suelo y con las
piernas recogidas, comprobando que toda mi ortopedia personal seguía en su
sitio y que, aparte del susto, el golpe y una herida en la rodilla, todo estaba
en orden. Todo, salvo mi orgullo, claro. Fue entonces cuando se acercaron unas jóvenes
alemanas interesándose por mi estado. Menos mal que mi compañera, que me conoce
a la perfección, las ahuyentó con un par de frases rápidas que no entendí. Me
sentí viejo y sin ganas de que me rescataran. Pero aun y así, me levanté y nos
fuimos a casa con una sonrisa de complicidad en el rostro.
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