Uno no dice, por ejemplo, vaya fiasco de crisis, de paisaje
o paisanaje, con la misma expresión en el rostro que si dijera, qué gloria, cuánta
paz o viva la madre que nos parió. En absoluto. El rostro nos delata el ánimo,
añadiéndole un elemento gestual que modifica el lenguaje, que lo complementa, refuerza
o niega. Cuántas veces algún matiz en el rictus -o en el fulgor del ojo-
contradice el sentido literal de las frases trocándolas en otra cosa. Una
ironía, un sarcasmo, un sálvese quien pueda o esto es lo que hay, pero yo no me
lo creo.
Así las cosas, hay que concluir que el lenguaje escrito en
la letra neutra de la imprenta resulta siempre tan inacabado que, merced al
sarpullido de las sugerencias y los tropos, queremos que el lector nos complete.
Pero a su aire. A su riesgo.
No se trata, pues, de que nos restauren, como en el eccehomo
(que así debe escribirse, según la Fundación del Español Urgente) de Borja, ahora
de Cecilia Giménez, sino de que nos
traduzcan. Y que en esa traición nos reconozcamos. ¿Cómo describir entonces lo
que vemos? Veámoslo. Prietas las filas y las señeras en el Colegio Público Puig
de Na Fàtima, Puigpunyent, nos invade cierta desazón, que ni disimulamos. ¿Por
qué? Conviene que nos intuyan el gesto para que en este universo de apariencias
todo quede en lo que es. Anécdota. Ficción. Máscara.
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