No sé muy bien qué pintan las autoridades civiles -incluido
el bulto sospechoso del cabecilla de la OCB, Jaume Mateu- en plena fiesta de origen religioso, por mucho que la
inercia social la reduzca a un mero trasunto de correcalles y algarabía
folclórica. Se deja, así, a la pobre Beata -acaso la rencarnación de Sor Caterina Tomàs- como para vestir, en
vez de santos, los lazos de la litúrgica señera catalana, ese modelo tan fashion de la alta costura reconvertida,
a base de subvenciones, en un prêt-à-porter
que ni Yves Saint Laurent o Antonio Miró.
Vamos y venimos, pues, de un acto religioso a otro, porque
nada hay más sacro, al menos en su delirio, que la levitación de la lengua
propia (ese bostezo o arcada ante el espejo) hacia los altares mefíticos de lo
infumable, la etérea simbología del alma o del espíritu, el pueblo, la patria,
la nación, la nada.
Pero todo es puro maquillaje y teatro y pretexto para la
bronca y el órdago en la calle y los papeles. En eso se ha convertido el
nacionalismo, en la última revisión de una España que ya no creíamos que
existiera, la de la lengua impuesta y las señeras al sol que más calienta. O
sea, Jordi Pujol, Melià y Font reunidos a manteles con Pedro
Serra. Todos a una.
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