En el recuadro de la pantalla cabe todo. En primer plano,
una locutora desgrana la actualidad política -que si Mas, el 25S o la reyerta que dos legiones de filósofos e
intelectuales mantuvieron en el exterior (¡y en el interior!) del Congreso de
Diputados, la evolución del déficit o cualquier otro gran asunto de Estado- y,
en segundo plano, un enjambre de anónimas autopistas, repletas de tráfico, que se
entrecruzan, superponen y enlazan como en un viejo Scalextric.
De repente, el fondo cambia y aparecen carros de combate y niños
llorando. Gentes que vagan, desnortadas, entre nubes de humo y polvo. O nada de
eso. El discutible glamour de un bosque calcinado. Una playa semivacía. Las
lluvias de otoño. Y el rostro de la chica que desaparece dando paso a la animada
tertulia de un grupo de analfabetos. Sólo falta que surja la silueta de un
vagabundo alejándose, con bombín y bastoncillo, y que la pantalla se funda en
un círculo negro.
Ahora no sé dónde está la realidad. Si en lo que narraba,
sin inmutarse, la locutora, si en la sucesión de las imágenes del fondo o si en
estas líneas, que van de un lugar a otro y vuelven, sin detenerse. Salgo a la
calle y respiro, al fin, sin prisas. No creo que ninguna realidad sea la Realidad.
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