La relación entre padres e hijos hay que enmarcarla en una
suerte de fascinación mutua que no suele seguir el mismo recorrido ni
progresión. En algún lugar, ese hechizo mengua y en otro, se recupera y hasta
crece. Es obvio, pues, que en un marco tan inestable de ascensión, vértigo y caída,
resulta una temeridad querer sacar conclusiones que se sostengan por sí solas.
El martes pasado, dos noticias ocupaban la portada de este diario
y despertaban mi vena gamberra con asociaciones de imágenes del todo absurdas. Pero
es así como suceden las cosas. Arriba del todo, el actor Rupert Everett arremetía contra la educación de los padres homosexuales
a sus hijos y, abajo, se narraban las fechorías del retoño de dos ex regidores,
hombre y mujer, del ayuntamiento de Sóller. El chico, al parecer, estudia
criminología pero ya debe andar, pese a su corta edad, en fase de prácticas. O
en el doctorado.
Pero no. Los padres tenemos tanta culpa de los errores de los
hijos como de sus aciertos. Muy poca. O quizá ninguna. Y es que no hay forma de
evitar darnos cuenta, en algún instante, que nuestros hijos son lo que son y no
lo que quisimos. Ese es un buen punto de partida para hacer trizas la
fascinación y darle paso, por fin, a la realidad.
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