La ciudad no parece estarse nunca quieta, aunque no podría
asegurar que se mueva demasiado. No sé si tiene intención de hacerlo. Quizá
prefiera esperar a que nosotros nos movamos para adecuarse luego, suavemente, a
nuestros pequeños o grandes desplazamientos, a nuestra feroz diáspora de
algunos días o al renqueante apartarnos sólo lo justo para que otros sí se
muevan. En esa danza estamos, como una masa compacta de algo que no sabemos
cuán vivo está, pero sí que se estremece. Y no poco.
Pero el paisaje cambia según nuestro nivel de percepción. O
nuestra altura de miras. Palma, por ejemplo, puede parecernos un enorme lienzo
de ventanas donde anidan espacios de luz y sombra, perfiles anónimos que se
mueven tras las cortinas brumosas de sus viviendas y de nuestros ojos. Me gusta
atisbar esas celosías donde sé que la vida celebra igual su rutina que su
felicidad o su ruina.
Pep Pinya, días
atrás, decía comprender que no existieran, con la crisis, compradores de arte,
pero se extrañaba de que nadie visitase las galerías de Palma. Luego habló de
Bilbao, París o Londres; es decir, del Guggenheim, el Louvre o el Tate Modern.
Me quedé con ganas de que dijera algo sobre Es Baluard, pero no lo hizo. O sí,
porque es en lo primero que pensé tras leer sus palabras sobre el turismo
cultural al que, como sabemos, Palma aspira. O expira.
Etiquetas: Artículos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home