Acaba de empezar el año y ya están que arden los juzgados (por
no hablar de las aulas) de Baleares; a la imputación estelar de la infanta Cristina se suma el regreso de Munar, a cuenta de las asombrosas recalificaciones
de Son Oms, y la intermitente presencia de Matas,
siempre al filo de la cárcel, de la ingratitud del improbable indulto y de unas
cuantas sentencias más. Ya irán cayendo, inexorables y casi seguro que fatales,
como también lo hará, aunque sea sólo por escrito, el expresidente valenciano Camps: toda una joya al aparato,
ciertamente.
Con Camps me pasa algo muy curioso. Siempre me recuerda a Calatrava y me lleva de vuelta a la Ciudad
de las Artes y las Ciencias cayéndose a pedazos, perdiendo color y textura,
diluyéndose en nada: el lodo y el vacío originales en el cauce del Turia, los
sueños de grandeza –infames e insostenibles- convertidos en una danza macabra
en pleno barrizal de excrementos. Alrededor del tótem. La Fórmula 1, las
televisiones que ya no existen, el esperpéntico «Bou» en los lares ilustres de Pedro Serra, la maqueta de un Teatro de
la Ópera al que sólo le faltó el holograma atormentado de Jaume Matas en el
papel de Quasimodo, las comisiones y
peculios de un sueño abortado, finalmente, por la realidad. Qué terca. Qué
tozuda.
Hace unos meses crucé el puente con moqueta de
Bilbao, el Zubizuri, el puente blanco y resbaladizo de metacrilato, el puente de
Calatrava. Con Calatrava me pasa algo muy curioso. Siempre me recuerda a algún
político en la cola interminable de la corrupción.
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