Hay que reconocerlo, aunque nos duela. La rampa de los
juzgados de Palma, salvo si la acaban cubriendo con una mullida y
cinematográfica alfombra roja, a juego con las numerosas televisiones que, de
seguro, retransmitirán el evento, resulta ser bastante desangelada y cutre,
bastante húmeda y hasta resbaladiza, si el día baja, como es de esperar, entre
nubes turbulentas y rayos o, quizá, truenos. Y no importa si los coros y danzas
-o así- de la meteorología tribal son, finalmente, reales o tan sólo mediáticos.
No importa, porque puestos a descender hacia el infierno
tortuoso de la verdad o de la mentira, ese gran dilema absolutamente irresoluble,
lo único seguro es que todo baja mejor si baja cuesta abajo, sin frenos y a lo
loco: hay que ver lo que ayuda la inercia.
¿Cómo debería, pues, descender la Infanta Cristina esos setenta pasos mal contados? ¿En coche, a pie,
tal vez deprisa y corriendo, quizá bajo palio? ¿A lomos, metafóricamente
hablando, de Pedro Horrach, el
fiscal anticorrupción que, a fin de cuentas, es quien más empeño está poniendo
en su defensa? Yo preferiría, sin duda alguna, verla entrar del brazo
incorrupto de su marido, que ya conoce muy bien las retorcidas trampas y
peligros de esa rampa o vieja puerta trasera de los juzgados, por la que los
días laborables –de lunes a viernes- no suele entrar nadie, sino tan sólo salir
y casi siempre a hurtadillas. Parece que todos olvidaron que la entrada
principal de los juzgados es la que da a Vía Alemania y ahí no hay rampa ni
paseíllo que valga. O casi.
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