A falta de inteligencia, ingenio, y así la vida intelectual
mengua (o agoniza y languidece en Twitter y otras tertulias más o menos
televisivas) y nos vamos quedando sin palabras. O sin nada que expresar con
ellas. No es de extrañar, pues, que acaben siendo los movimientos callejeros,
su arquetípico manual de barricadas y cristales rotos, los que ocupen la indiscutible
primera plana de una política convertida, al fin, en el dudoso arte de simularle
una fachada a un edificio en ruinas o un rostro de lo más aparente a un cuerpo social,
que hace aguas negras por dondequiera. Cómo apesta.
Me refiero, claro, al maquillaje groseramente populista y
demagógico bajo el que van surgiendo nuevas opciones políticas que se dicen
alternativas a las que ya conocemos de siempre. Es cierto que los dos partidos
mayoritarios son unos nidos de corrupción e incompetencia, pero no parece que
propuestas mesiánicas como las de «Podemos» o «Vox», por ejemplo, vayan más
allá de revolcarse en el albañal conceptual donde fermentan, siempre hermanados
e indistinguibles, la extrema derecha o la extrema izquierda. La extrema
simplificación. La extrema simpleza.
Por lo demás, escribo estas líneas con la metafórica resaca
de Sant Sebastià pesándome en los párpados y las yemas de los dedos. Este año, la
lluvia vino a salvarme, al menos en parte, del ruido infernal de una música
que, en vez de amansar a las fieras, parece que las excita y convoca. Lo diré sin
rodeos: no necesito que me convoquen, sino que me dejen descansar, cuando
corresponde.
Etiquetas: Artículos
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