Puede que yo no ponga mucho empeño en distinguir la realidad
de la ficción; o que, de hecho, apenas me importe la difusa y acomodaticia
línea que delimita esos dos conceptos, tan mayores, minúsculos y sutiles, que
son la verdad y la mentira. Igual es que no hay líneas ni fronteras ni márgenes
exactos; igual sólo hay lugares comunes (lugares confusos, que sólo nos afectan
mientras los pensamos o asendereamos) donde se arremolina, a la vez, la
gramática solemne de las grandes ideas y el grafiti subterráneo, mordaz y
enloquecido de las especulaciones.
Estos lugares (y por extensión, el mundo entero desde la
perspectiva de cada uno) son como lienzos de arena o de agua donde las imágenes
se suceden para que la realidad o la ficción, según corresponda, cuajen en nuestra
atónita mirada durante un único y recurrente instante: el recuerdo del fuego en
la sombra del cuerpo, la memoria intermitente y lasciva (el abrazo sugestivo y
tullido que define, con precisión, todas nuestras relaciones) de un tiempo y un
lugar que ya pasaron; pasaron como nosotros.
Por eso, treinta y tres años después del 23F (alboreando la
patética movida de los ochenta) no puede llegar Jordi Évole y sorprendernos con un juego tan poco original como retórico.
¿Puede una mentira explicar una verdad?
El chaval, como sus contertulios, debiera saber que las cosas se explican siempre
solas si uno prefiere (y puede soportar) el auténtico rostro sin palabras del horror
(y del miedo o el vacío) a los tópicos y figuraciones de un profesional de la
impostura.
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