Duele, tal vez, pero ilumina también el rostro (y no sé muy
bien si de placer o envidia, indiferencia o desengaño) ojear algo así como
media docena de escaparates en Palma y comprender, de inmediato, que nadie
espera que compres nada, sino todo lo contrario; al mercado, a la franquicia, a
la realidad sociológica del lujo le basta con que admires la inalcanzable marca
de unos sueños que debieran ser, quizá, los tuyos, pero que no, no lo son,
porque siempre preferiste soñar con lo que ya era tuyo, sabiendo que podía
suceder que lo perdieras. En efecto, esa pérdida sucede (y volverá a suceder)
varias veces a lo largo de la vida. No es nada grave.
El lujo se convierte, así, en el lugar de un espejismo, cuanto
más inalcanzable, mejor. Nos podemos, pues, acercar a los cristales y mirar,
sí, mirar mucho y a fondo, pero sin tocar nada, por favor; que no hay nada peor
que las huellas del vulgo en la frágil y quisquillosa realidad del papel de
celofán o en el diagrama enloquecido de las plusvalías.
Miren. Regreso al Borne y a los alrededores del rehabilitado
Can Alomar. Regreso casi al mismo lugar donde hace ya siglos una mujer de
indefinida edad me vendió los primeros cigarrillos americanos de mi vida. Ya no
fumo, pero no dejo de añorar ese humo, entre gris y púrpura, sobre el que se
sigue recortando la insalvable distancia entre la realidad y el deseo; entre los
sueños y su coartada: la ficción bastarda de su precio. O lo que va de una
milla de oro a un simple recuerdo, en tan sólo un par de metros cuadrados. O menos.
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