Sé que no se me ha perdido gran cosa entre la inmensa
mayoría de los libros que se exponen por Sant Jordi. Pero, aun y así, salgo a
las calles de Palma y recorro mi propia ruta familiar de los libros. La cuesta
de Olmos, San Miguel, Geranios, Plaza Mayor, Cort, Ramblas, de nuevo Olmos.
Este mapa del tesoro me recuerda emociones pretéritas, hallazgos inesperados y
algún que otro feliz reencuentro. Me confirma, asimismo, que no sólo hay literatura
entre lo que se muestra: también está la exhibición sectaria de algunos y su habitual
pasacalle lingüístico de andar muy por casa y salir, como siempre, trasquilados.
Puro material de derribo que, no sé si por fortuna o desgracia, también tiene
su público. Es cierto, hay gente para todo.
Pero escribir siempre tiene efectos colaterales.
Convertirse, por ejemplo, en un náufrago al sol esperando que alguien compre,
al fin, nuestro nuevo libro y quiera, además, que se lo firmemos. Loado sea
Dios, pensaremos entonces, vaya milagro, o no, porque la verdad única y casi
irrefutable es que ese hipócrita lector no llega: no acaba de llegar nunca.
Estoy seguro de que, ahora mismo, ha vuelto a pasar de largo. Y por enésima
vez. Qué mala suerte.
Pero soy yo, ahora, el que pasa de largo. El que pasea entre
libros y rosas sin saber, de hecho, qué tipo de pétalos prefiere. ¿Cuáles ando
buscando? Sant Jordi es un murmullo medieval de hierros y dragones, el día
repetido, teatral e insomne de Cervantes
(y acaso, también, de Shakespeare,
de Ramón Llull y hasta del autor más desconocido que logre emocionarnos); es
el atrapasueños críptico y misterioso, recurrente, donde se esconden los
tiempos verbales de tantas y tantas vidas sucediéndose, sin pausa ni descanso,
por entre los pliegues subterráneos de la piel y el papel, del amor, del alma
mientras intentamos desnudarnos, mirarnos a la cara y hasta decirnos todo
aquello que las palabras no aciertan a decir por completo… O quizá sí. La
verdad es que somos muy insistentes. Condenadamente perseverantes.
Por ello sigo mis pasos, más allá de la fatiga o la pereza,
bajo el sol que ruge, arriba, y atravieso la ciudad que arde, metafóricamente,
con una suerte de llamas que no pueden provenir de otro fuego, que no sea el
interior o el íntimo. Observo que una turba de bienvenidos turistas se mezcla,
sin acabar tampoco de mezclarse, con las columnas de los libros, con los
mendigos y los músicos a las afueras del templo, con los escritores, en fin,
que no escriben libros con títulos larguísimos, con la gente corriente y
tranquila, que lleva a sus hijos, los ojos como grandiosas lucernas, de un
tenderete a otro, de un malecón al siguiente, de un sueño de páginas de piel o
papel a otro sueño similar, pero distinto: es posible que todos busquemos
descifrar esa tinta invisible y quizá mágica con que el tiempo (ese incomprendido
y sabio aliado) dibuja nuestro propio destino en su nombre. O viceversa.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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