No sé si debería irme a Cataluña para, una vez allí, pararme,
no sé si de forma definitiva o sólo mientras me cobije el futuro subsidio de
desempleo que, según las previsiones nacionalistas, allí será mayor que aquí o que
allí, ahora mismo. Pero igual me convendría no precipitarme y preguntar, antes,
a ERC de allí y también de aquí. De Baleares.
Con todo, no es fácil discurrir, al calor de las hogueras, sobre
los paraísos restringidos del nacionalismo. En este instante, metido en el
fragor gramatical de las ideas, ya no sé si estoy aquí o allí; el esquivo «aquí
y ahora» nos sobrevuela, inalcanzable, pese a que intentamos aplicarle la vieja
máxima latina: «Carpe Diem». Pero este paisaje que vemos (y del que escribimos como
si estuviera quieto o existiera a pesar nuestro) es sólo una captura
fundamentalmente dialéctica o retórica que se nos escapa, una y otra vez, de
entre las manos o la retina; la anécdota fugitiva de un quimérico viaje hacia un
territorio al que no hemos llegado ni llegaremos nunca. O eso parece.
Es cierto. Amamos este viaje con locura y nos divierte
descifrar sus coordenadas. Los paisajes del tiempo. Amamos el cambiante decorado
que nos acoge cada día y cada noche. La fiesta en la que nos hemos colado,
porque la entrada parece ser gratuita y hasta involuntaria, como la salida, y
nos acaba gustando envejecer entre el bullicio de las generaciones sucediéndose
sin poder evitar que la fiesta se nos quede siempre a medias. La fiesta de
todos acaba siendo, primero, la de algunos y, luego, la de nadie.
Etiquetas: Artículos
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