Sólo vi del festival de Eurovisión la alegría (y también el
llanto) de una mujer austriaca, llamativa y cuidadosamente barbuda, y unos
pocos fotogramas memorables de dos jóvenes polacas fingiendo lavar la ropa o
batir la mantequilla, como el cobre de algunas monedas que ya no existen, en un
barreño de madera. No hay color, por supuesto. O hay el de mis propios gustos e
inclinaciones, más allá de los malabarismos culturales que tanto apreciamos los
europeos. Incluso los de España.
Pero la televisión es un lugar de ficción donde las luces y
las sombras se superponen para ofrecernos una realidad única, siempre volátil y
amable. Un artificio que abarca, por igual, los años en blanco y negro de la
guerra fría y las actuales cuentas en rojo del stress bancario. O de la
globalización digital. Tampoco hay color, porque el muro, derribado piedra a
piedra, sigue estando ahí: en cada frontera, injusticia o crisis global pero,
sobre todo, ciudadana.
Mientras tanto, la campaña electoral dibuja un lienzo donde
la modernidad y la tradición (juntas o por separado) acaban siendo lo mismo, el
mismo marketing, la misma faz, entre pícara y desencantada, con que nos miramos
en el limbo de los espejos y sólo nos hallamos guerras antiguas y una miríada
de traiciones o deseos rotos como señas de identidad en común. Pero no hay
color. O sí. Cuando quiero ponerle letra y música a Europa me olvido de los
políticos y releo a Shakespeare, Cervantes, Milton, Dante, Goethe, Kafka o Dostoievski. No sé cómo elegir a alguno sin elegirlos a todos.
Etiquetas: Artículos
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