Quizá lo más significativo de la monarquía es que se
sostiene, siempre, sobre algo que todos creemos conocer bastante bien: los
apesadumbrados, pero también funambulistas, aires familiares, la continuidad,
quizá algo perversa, de un determinado perfil genético, su curiosa mezcla de
pleitos (en los tribunales) y satisfacciones, su voluntad firme, pese a todo,
de sobrevivir al paso del tiempo, siquiera sea como espejismo. O como unidad de
destino en lo universal, que viene a ser lo mismo y que, de hecho, lo es,
porque la vida no puede ser otra cosa que esta larga, perenne y también
frustrante sensación de creernos siempre otros y no saber, de hecho, quienes
somos.
Pero escribo estas líneas dividido entre las amargas (y,
sobre todo, hiperbólicas) crónicas futbolísticas de la debacle anunciada de
España en Brasil y la proclamación en vivo y en directo de Felipe VI. Todo se me antoja sumamente exagerado, una muestra
ejemplar de realidad afectada, un cántico a deshoras, una representación
chirriante. Fue muy bonito mientras duró, pienso, y sonrío, porque no sé muy
bien a qué me refiero.
Mientras tanto, Felipe VI recorre Madrid en coche
descubierto como si recorriera, también, todos los títulos, capítulos y
disposiciones de una Constitución que no imaginábamos, la verdad, que nos diera
para tanto. Nos da para legitimar al nuevo Rey y, también, para que los
nacionalistas más recalcitrantes no le aplaudan cuando le escuchan hablar en su
propia lengua (y en la de los otros) sin acabar de entenderle. Qué van a
entender ellos.
Etiquetas: Artículos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home