No es plan vivir estos días en España; no lo es, al menos,
si nos atrapa la inercia de los eventos que dicen ser la actualidad y que sólo
son un pretexto para dejarse vencer por la pereza intelectual y consentir, así,
en que el mundo se simplifique tanto que la lujuria de una frase mil veces
repetida en Twitter, por ejemplo, no sólo lo defina, sino que lo culmine y
desborde.
No hay reposo, pues, mientras el Rey cumple, entre la laxante
hagiografía de los medios, con su agenda pública. No hay reposo, tampoco, entre
la efervescente y agitada república tricolor de los que saltan de las tertulias
y los muros de Twitter o Facebook a la algarabía ociosa (quizá indignada, pero
poco, porque la indignación siempre debiera empezar por uno mismo) de las
calles y plazas. Estos miles de personas son mucho menos nocivas (y más
inocentes) que políticos como Francina
Armengol, más atenta a los pactos de poder y a las revueltas hormonales de
las redes sociales, que al pulso de la realidad.
Me gustaría saber, eso sí, qué tipo de república ansía
Armengol. ¿Lo sabe ella? Lo dudo; y ni le vale mirarse en el espejo de los que
andan a su izquierda. Entre la maleza y las cavernas. Así, en Més, Biel Barceló y Fina Santiago desean, él, una república balear y, ella, una federal
y española. Ahí es nada. Me da que el gran sueño laico de la república está
resucitando la confusa pesadilla (sobre todo, nacionalista) que ya fue: la
fragilidad de una razón a la que cada vez cuesta más hallarle la médula y hasta
los argumentos. Si es que los tiene.
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