Apago el televisor y huyo de las tertulias sobre la
abdicación del Rey y el incierto futuro. El futuro siempre es incierto. Salgo a
la calle Olmos y pienso, literalmente, en el bullicio de un gran palomar al
aire libre. Esquivo el vuelo rasante de las palomas y me diluyo bajo la fronda
de la Feria del Libro y sus anaqueles repletos de quimeras. Espejismos. Tal vez
alucinaciones.
Subo a la Plaza Mayor y me cuelo entre la quietud indigente de
las estatuas humanas y el sudor huidizo del top
manta. Recorro el zoco y observo que la artesanía apenas cambia con los
años. La misma sensación de inmovilidad la sentí, también, durante la Diada per
la Llengua: la marcha verde (y roja y gualda) de la OCB y su piélago de lazos
como gargantillas de una mazmorra. El cínico homenaje (y el desierto de la
inteligencia en las arengas) a un ayuno propagandístico y asistido. Adulterado.
Me digo, después, ahora, que no siempre supe si había que intentar
cambiar las cosas desde dentro o desde afuera. Desde la equidad de las urnas o
el alarido radical de la negación y el duelo. Pongo en los brazos abiertos de
una balanza la dejadez, algo hermética o indiferente, de quien se deja llevar
porque intuye que tanto da una cosa que otra, y la urgencia de quien no puede
esperar, porque el tiempo es limitado y no hay mejor forma de sobrevivir a la
farsa que desenmascararla antes de que nos engulla. Y la balanza me mira,
sobrecargada e inmóvil, como si fuera una estatua auténtica, una quietud altiva
y desdeñosa en mitad de la Plaza Mayor y el gentío.
Etiquetas: Artículos
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