Aunque no lo parezca siempre hay tiempo para todo. Para la gente
que queremos y también para las tertulias sociales. Para la dispersión y el
entretenimiento más inocuo, pero ilustrativo y hasta balsámico. Para la literatura
y también para uno mismo; y esas extrañas reuniones privadísimas de las que
sólo se sale, cuando se sale, tan excitado como taciturno, tan harto de la obscena
palabrería (alrededor, pero también adentro) de los dioses y diosecillos ajenos,
como insatisfecho y decepcionado por la dimensión exacta de las propias
fuerzas, la fatiga súbita del intelecto y de los sentidos ante la luz que nunca
acaba de llegar y el cuerpo en la penumbra que somos y no sabemos cómo somos. O
algo así.
Quiero decir, pues, que podemos abstraernos de casi todo y
situarnos más allá de la realidad: exactamente en su limbo o en la telúrica carta
de ajuste de una televisión ideal que sólo respondiera a nuestros designios.
Este pasado fin de semana tocó deportes.
Por un lado, el Mallorca salvó en Córdoba la categoría, y hasta
los muebles, poniéndose ahora, al parecer, entre las manoplas de Aouate y las frías manos millonarias de
Abramovich. O viceversa. Por el otro,
Rafael Nadal volvió a lucir nuestra
ancestral destreza de honderos míticos en la tierra batida de París, como si en
las playas de Manacor o Normandía. Entre ambos, la selección de España preparaba
el Mundial de Brasil, con Diego Costa
como jugador más español entre los españoles. No bromeo. Para ser español lo primero,
y casi que lo único, es querer serlo. Cómo no.
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