Sigue habiendo huesos calcinados bajo la tierra revuelta por
las llamas, cada vez más retorcidas, del dolor y el tiempo. Huesos ardidos de
una guerra antigua sin otros supervivientes que el odio o la sed de la
venganza; que el chisporroteo persistente de la memoria, esa vela trucada que
nunca acaba de apagarse, mientras los años parpadean y se suceden los funerales
y las celebraciones y sobre la mesa se reparten cadáveres y también banderas
con que cubrirlos, sin que haya forma, por desgracia, de lavarle al rostro de
la vida sus ojeras de rencor y muerte. El anacronismo de su mirada, la
frivolidad de su conciencia.
Pero ahí está, o sigue estando, entre los fueros y desafueros
de la corrupción política generalizada, el PSIB pidiendo que el parlamento
balear condene rotundamente (sic) la
dictadura franquista, como si el paso del tiempo no la hubiese ya condenado y
en sus herrumbrosas argollas, allá en los sótanos subterráneos de las mazmorras
más tétricas, no existiera, también, un auténtico catálogo del horror, un enorme
alijo de huesos rotos y sus correspondientes voces de ultratumba. Ilusiones
tiznadas de sangre reseca. Alaridos subyugados por el silencio. La memoria de los
fósiles.
No parece que este catálogo precise de demasiadas
excavaciones; pero es muy digno y humano, por supuesto, querer enterrar a los
propios muertos en algún lugar donde nos puedan esperar en calma y sin prisas.
Quizá la vida consista en pasar unos cuantos años con los nuestros, primero, y
toda una eternidad con sus huesos, después. O así.
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