Creo que las Islas dan para satisfacer cualquier tipo de
turismo. Uno puede perderse, por ejemplo, por las sombras perpetuas de la catedral,
las murallas y el casco viejo de Palma; puede olvidarse de casi todo en el zoco
palpitante de cal, arena y fuego de Ibiza; puede resurgir, milagrosamente, por
entre los islotes del puerto de Mahón, la Fortaleza de la Mola o el Castillo de
San Felipe.
Se puede hacer todo eso, pero también lo contrario.
Descolgarse desde los balcones ácidos de la noche hasta el duro empedrado de la
realidad. Vivir o morir de placer o dolor y hacerlo para siempre o para nunca;
para ese instante decisivo en que todo se detiene y damos un golpe de timón,
recobrando el gobierno de las cosas, o no lo damos y se nos lleva, entonces, la
corriente. El naufragio.
Pero no hay que demonizar lo que no nos gusta. Además, es
barato. Parece que cuarenta y cinco euros no dan para nada, pero no es así. Dan
para recibir manguerazos de champán o cava en la cubierta resbaladiza de un
catamarán en plena bahía. Dan para dos horas largas de barra libre de cubos de sangría
y chupitos de lo que sea. Dan para rendirse extenuados al compás de la música
abrasiva de un par de discjockeys. Dan, en fin, para ahogarse, cuando el sudor,
la sed apremiante del alcohol y los fuegos artificiales de otras sustancias, no
incluidas en los catálogos oficiales, abren sus abismos hacia el infierno en las
hinchadas sienes; y por esos desagües se acaba yendo la vida y también las
aguas revueltas. Las aguas que se van, pero ya no regresan.
Etiquetas: Artículos
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