Me he comprado un cacharro (otro más, no sé si digital u
holográfico) donde palpitan, de nuevo, mis contactos de siempre, esos rostros y
nombres, tan absolutamente familiares como desconocidos, con los que comparto,
sin pudor alguno, esa parte de la realidad que llamamos virtual, porque sólo
nos la podemos encontrar, precisamente, en ese mismo cacharro (o en cualquier
otro similar) con que uno pierde el tiempo y distrae, asimismo, la mirada;
recorre la piel y los perfiles que sólo puede palpar en sueños, pero también
aprehende ideas o máximas y asiste a motines, como si la vida fuera un aula
inmensa y las pizarras chirriasen como enloquecidas en busca de mi atención, mi
tiempo y mis sueños.
Nada de eso sucede, porque suelo andar escarpado y lejos de
los cinco sentidos y también harto, muy harto, del presunto ingenio de los que
se las ingenian para convocar a los demás como a sí mismos. Ese movimiento cero
y esa gran manipulación me resultan obscenas.
Pero hay que aceptarlo. Todos los círculos (sociales,
políticos y hasta informáticos) se acaban cerrando, porque esa curvatura, que
vive de la exageración y del mito del eterno retorno, está en su naturaleza y
en la nuestra. Desde su interior, repleto de metáforas, celebramos no sé muy
bien qué, porque la soledad sólo se vence con la empatía y no es empatía, de
hecho, lo que solemos sentir en la absurda soledad de nuestro círculo, ese
lugar vacío, pese a la ingeniería social o el exhibicionismo. Ese es, por
supuesto, el más horrendo y común o compartido de los pecados.
Etiquetas: Artículos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home