Cuando veo a los jugadores de la selección brasileña de
fútbol, entre otros, cantar a capela el himno de su país empiezo a temblar de
desagrado y pavor; quizá de vergüenza, acaso de hastío. Me da, entonces, que
estoy en el sitio equivocado a la hora en que no debiera. Que el universo ha
enloquecido y que una especie de guerra (de momento, sólo psicosomática) entre
tribus en proceso de descomposición social y cultural no ha hecho sino comenzar
ante mis propias narices. Mal lugar para observar lo que era un partido de
fútbol y ya no sé qué es.
Pero el lugar es malo, también, para asistir al juicio tardío
de los cuarenta y tantos estudiantes que ocuparon, hace más de dos años, la
conserjería de educación, por aquellos días de Rafael Bosch, entre los aplausos y vítores de los más que asombrados,
emocionados funcionarios, los cánticos de aliento de los hooligans, el ayuno futuro de Jaume
Sastre y su flota de barcos de rejilla, el apoyo eufórico y eufónico de las
fuerzas vivas, el ondear frenético y hasta refulgente de las camisetas verdes,
su marea de inmersión lingüística, su estela de no sé ya cuántas virtudes
abriéndose paso, al fin, entre la ignominia general de los otros. Siempre los
otros.
Quiero decir, pues, que entre el análisis sumarial de este
tipo de juicios y el rápido visionado de los videos de los concursos de
felaciones a cambio de copas gratis, que se han puesto de moda en varios pubs
de Magaluf, no sé ya cómo hablarles de la actualidad sin que se me salten las
lágrimas. Y no digo por qué. Por supuesto.
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