El futuro es un lugar muy extraño al que no hay otra forma
de llegar que hacerlo absolutamente desencantados y sucios, muy sucios, con
toda la indeleble suciedad de los días grabada en la piel y en el alma, en el
claroscuro de las intenciones, en el trasluz de la sonrisa, en el cansancio
infinito de la voz, en la lenta disección de la realidad que vamos haciendo aunque
nos hiera su inaguantable hedor a pólvora y a mentira, a injusticia
inexplicable, a universo ordenado a la fuerza y a las bravas: la persistente sospecha
de que alguna demagogia de orden superior nos está arruinando el raciocinio o
lo que nos pueda quedar de él. No mucho, me temo.
Voy y vengo, pues, de las críticas, por ejemplo, a Israel o
Palestina como si fuera un náufrago en pleno desierto del Mar Rojo. O de las
ideas. Dejo de lado el maniqueísmo y su amplio catálogo de alucinaciones,
porque aun sabiendo de qué parte debiera estar la justicia, ignoro qué parajes,
cuáles, le corresponden a la humanidad y a la barbarie. El mundo es un lugar
muy estrecho donde el espacio físico resulta vital y no puede haber peor
consejero que las apreturas ni mayor pecado que ceder a la tentación gratuita de
la frase fácil, la sentencia fulminante, la solemnidad fatua del lenguaje.
Algo similar me ocurre con Jaume Matas y su inmediato ingreso en prisión o en donde sea. Si,
en su momento, la reclusión de Munar
me dejó frío, qué puede importarme, ahora, Matas. Cada uno suele acabar, muy a
menudo, donde se merece. Sobre todo, si además se empeña en ello. Por supuesto.
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