La prueba de que hay otros mundos (y de que, además, están
en éste, según la cita clásica de Paul
Éluard) la tenemos con la existencia, a tan sólo unos pocos kilómetros y
varias rotondas de Palma, de una urbe en mitad de ninguna parte y de todas, una
especie de Sodoma y Gomorra entre los arenales curvos y bronceados de las dunas
y la espuma voluptuosa y hecha añicos del oleaje, tan próximo: ese lugar
llamado Magaluf, donde no recordamos si estuvimos hace lustros o décadas.
Resulta, claro, que el tiempo pasa tan deprisa que igual,
pese a todas nuestras cábalas, no estuvimos nunca y estamos, en realidad,
delirando sobre un lugar de ficción que sólo existe en la mente tórrida y
locuaz de un turismo que viene, exclusivamente, en busca de los paraísos
artificiales que ya no se encuentran en el aburrido mundo real sino, tal vez,
en sus universos paralelos, en sus hangares alternativos bajo la niebla, en sus
limbos de alcohol, éxtasis y lava; de humanidad ebria e insomne, estupefacta
entre los vapores y las alucinaciones. El spleen. La ascensión y caída de
Ícaro. O los versos del mejor poema de Arthur
Rimbaud, Una temporada en el
Infierno.
Luego sucede, no obstante, que estos paraísos artificiales
se convierten en pesadillas demasiado largas y convincentes. Es cierto que el
cuerpo da para bastante, pero la mente no siempre le acompaña y, cuando se
queda atrás o desembarca en otra parte, la fiesta se reduce al estertor de una
muerte anunciada que acaba en vómitos, y no en sangre, tan sólo cuando hay
suerte. Mucha suerte.
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