De un repugnante saco de músculos artificiales, violaciones
a niñas, ensaladas de barbitúricos y anabolizantes (en el lugar exacto del
cerebro, como mínimo) a otro de agresiones racistas a cuchillo y cruces gamadas.
Más músculo desperdiciado. Más humanidad echada a perder. Más basura que hay
que ir recogiendo como se pueda, pero a toda prisa, con urgencia, sin escatimar
en medios, sin dejarse confundir por la maraña convulsa de los hechos, el por qué
reconvertido (y reconvertible) de los sicólogos o la balsámica indiferencia de
los que no aspiramos a juzgar a nadie, salvo a nosotros mismos.
Es así como la mierda se nos acumula; hemos pasado del
presunto violador de Madrid al
descontrolado agresor de Lleida, pero nos faltaba, todavía, la irrupción del
último video de los monótonos guionistas del terror de Estado Islámico y su
guerra de todas la guerras en el corazón mismo de una actualidad repleta de
heridas y gangrenas, la incurable infección de los días y las noches del Ébola colectivo
sin otra compañía que la fiebre y los vómitos, el espanto generalizado.
Quizá la locura sea no afrontar la realidad, sino por sus
síntomas en vez de por la atenta lectura de sus entrañas. Pero no hay tiempo
para según qué lecturas, introspecciones, vigilias, disecciones. Quizá la vida
pase tan rápida que no haya ni tiempo, de hecho, para que se cumplan totalmente las condenas
que merecerían durar la eternidad entera de un auténtico Infierno bíblico y no
un simple racimo de años a la sombra tutelar de la paupérrima justicia humana.
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