Mientras escribo estas líneas (ayer, para el lector) se está
celebrando en Cataluña la tan esperada Diada de este y cada año, al menos
mientras la libertad dure. Ese gran Día escogido entre los muchos días iguales
y sucesivos de una terrible resaca de siglos en que todas las teorías políticas
se colapsan y todos los sentimientos, mientras dicen aunarse, se solidifican; y
ese engrudo lento, esa sustancia que querría superar, sin éxito, la exclusividad
litúrgica del éter, ese quinto elemento de la ficción y la paraciencia, esa
ilusión colectiva (y sin embargo, subjetiva y difusa) recibe, con eco
multitudinario, el solemne nombre de patria y no sólo eso.
También recibe algunas de sus principales cualidades y
texturas. Su porte augusto y quizá desafiante. Su elegante cojera marcial y sus
íntimas ojerizas, tan hipnóticas. Su declinante material genético. Su arsenal
de tribu aristocrática. Su arquitectura claustrofóbica, su aire a club privado
y a la vez decadente, el espejismo demoledor de una telúrica casa de putas en
la mitad metafórica de todos los caminos. En decir, en parte alguna.
Pero la patria (esa patria y todas) tiene costuras y
grietas. Se parece sospechosamente a un bolsillo y no a uno cualquiera, sino al
propio bolsillo. Pero a mí se me escapan esas patrias, todas ellas, cuando
agito los bolsillos volteados y los patriotas del mundo entero corren a bailar
como posesos. Bailan las mismas sardanas que vi bailar en mi infancia, debajo
de la casa familiar, los domingos y festivos de un tiempo que ya no existe.
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