Puedo imaginarme, sin demasiados problemas de conciencia, el
hecho cierto, triste y hasta consumado de llegar a Barcelona, Cataluña, Países
Catalanes, oficialmente como extranjero y sentirme, pese a todo, igual que siempre
que salgo de casa sin llegar a salir, por completo, de ella. Es decir, siempre que
salgo de Mallorca y me dejo invadir por la fascinación y por el asombro ante
los infinitos mundos que voy descubriendo, pese a todo, en el extraño mundo que
es uno mismo y son los demás y somos todos.
Será, pues, que las coordenadas afectivas no cambian por una
independencia de más o de menos, porque no existe más patria, de hecho, que la
que nos duele y nos sirve de ubicua referencia, la patria ausente, pero
solidaria y generosa, que viví durante meses en alguna urbe arrasada por entre
los áridos polígonos industriales del Vallés, la patria que nos devuelve a la verdadera
infancia del cuerpo y la mente, a los temblorosos corros de sardanas en Conde
Sallent todos los domingos y fiestas de guardar, todos los días en que uno no
tiene más remedio que abrir los ojos y mirarse muy adentro y también muy lejos;
y se ve ínfimo y, a la vez, enorme sobre un destartalado caballo de cartón, media
docena larga de sueños vencidos y todo el universo, todavía, por recorrer.
Es en este punto donde evito la tentación de citar a Pío Baroja o a Juan Ramón. A Pere Gimferrer
o a cualquiera de los Goytisolo. A León Felipe o a Cristóbal Serra. En todos ellos me encuentro la misma manera, tan
española, de ser españoles. Incluso a su pesar.
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